Hace mucho
tiempo. Todo esto era antes que la depilación brasileña y la silicona trampantojo
transformasen la faz de la tierra, antes de que un teléfono pudiera llevarse en
el bolsillo del culo de un vaquero cortado y que Internet asesinase a don Espasa,
antes de que la termomix, el pacojet y los vibradores poblasen los sueños
húmedos de los hombres incultos y las mujeres sabias. Él tenía casi veinte años
y ella otros tantos.
Aquellos días
son hoy un tiempo remoto, evanescente, tal vez fabulado. Apenas recuerda nada o
casi nada. Sólo su gusto por los higos de cuello de dama, la butifarra cruda y
el vino blanco frío, el sabor untuoso y la lentitud deliciosa de algunos de sus
besos con sabor a tabaco, la luz del sol en aquel barco, el gesto de mirar siempre
atrás antes de alejarse, ya muy tarde y nunca callarse por nada, por nadie. También
el sonido de su voz en las palabras de un libro pequeño y manoseado de Lowry que todavía hoy le
acompaña.
Duerme. Dormía.
Entre medias el tiempo los ha derrotado. Envejecer, aunque sea por una buena
causa es siempre devastador para la memoria de aquellos días dichosos y
fáciles. Tal vez sigue igual de delgada e indómita. Él no. Envejecer, aunque
sea por una mala causa, es siempre fértil para la fabulación de aquellas noches que él inventa interminables y dulces y mentira. Los años los van destrozando, desmoronan la belleza de
la piel como lo hacían las lluvias y el frío, los veranos y el viento con los
gestos en mármol de aquellas esfinges de Alejandría o El Capricho. No hay pesar o lamento, no
hay pelea ni escondrijo para este derrumbe tranquilo. A ellos no les importa.
Tampoco hay excusas en los labios. Dormía. Duerme. Respira despacio. En su
espalda desnuda y su culo él sólo ve levedad y belleza.
Entonces, tan lejos, en
ese mundo remoto, aún venían al pueblo pescadores del Ebro gritando por las
calles su género. Había comprado dos anguilas grandes el día anterior y guisado
con una de ellas un buen caldo añadiendo puerro, apio, cebolletas, tomate,
laurel y un diente de ajo. Coció en ese fumet gustoso unas patatas nuevas y las
trituró lentamente por un pasapuré añadiendo un poco de mantequilla y pimienta.
Hizo con ese fino puré un pequeño volcán y rellenó su cráter con pequeños dados
de la carne de la otra anguila, dorados a la bilbaína, con su láminas
crujientes de ajo y su guindilla de bola*. Hoy él está guisando lo mismo para
cenar. Guarda un vino blanco en la nevera. Deben de ser las ocho de la tarde y
los últimos rayos de sol sobre el mar han burlado las nubes de la última tormenta. Cenan desnudos.
Las palabras apenas son susurradas. Las miradas se mantienen muy dentro sin
bajar la vista a ningún sitio de este mundo o del otro, de aquel, del perdido. A ella le gustó mucho el guiso,
masticaba con hambre. Hoy también.
Tal vez era
una playa de Ámsterdam o Barcelona o Túnez. Hace mucho tiempo de
todo. Tal vez no vivieran entonces esa prisa de sábanas, las bragas turquesa
desnudando otra vez su sonrisa, el aliento de él allí abajo. Tal vez no se
encontraran después y el aullido del tiempo siguiera rasgando los días por
venir sin quemarles. Quién sabe. En su mirada él nunca ha visto dolor aunque
la lava que hierve en el volcán le haya quemado mil veces los ojos y mil veces
sus lágrimas protegieron su peculiar forma de ver el mundo como al viejo Miguel
Strogoff. No te calles, nunca, por nadie, dice él. Tras cenar, el barco los lleva de vuelta. Tal vez a ningún sitio pero
no les importa. Ella saca la foto que él no le hizo entonces. Está guapa. Sopla el viento en la playa. Es suave. También el presente.
*El
maravilloso guiso es invento del gran Ange García, pero él utilizaba angulas.
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