Queso fresco de
cabra y corazones cocidos de alcachofa, pimienta y aceite de oliva. Se maja
todo en un mortero grande de madera de olivo. Este paté se come untando en pedazos de pan tostado en las brasas. Aprendí esta sencilla receta al otro lado de este mar. En aquella
playa diminuta sobrevivía en una chabola uno de los muchos nietos de Ulises. Le pedimos de
comer en paladino. Esa era la ventaja de pertenecer a una estirpe de viajeros, el anciano dominaba todos los idiomas conocidos y hasta algunos desconocidos y quién sabe si ya
extintos. El español lo había aprendido en sus tiempos de emigrante en Alemania por los duros sesenta, compartiendo cuchitril con hermanos de la diáspora de Hispania. Nos
ofreció ensalada de tomate, salazón de atún y aceitunas, enormes mejillones de
roca y un paté vegetal hecho con queso de cabra y corazones de alcachofa
machacados.
Hacía sólo
unos pocos miles de años había reventado el volcán convirtiendo la isla en un inmenso
agujero lleno de agua, pero al nieto de Ulises no le asustó demasiado aquel
altercado menor porque gracias a la explosión existía ahora su playa. Hoy reventaba otro volcán invisible y Grecia entera se iba por
el sumidero pestilente de la aséptica Europa financiera, era seguro que Hispania iría tarde o temprano detrás. Habían vencido los Polifemos de la usura y la trampa, los
constructores de nichos en primera línea de playa, pero al nieto de Ulises y a
nosotros nos importaba una mierda la derrota.
El mar era el más azul del mundo conocido, tal vez porque su color se reflejaba en alguna parte de nuestras entrañas hedonistas, de nuestro corazón de mochileros, de nuestro inconsciente colectivo de pescadores sin fortuna. Compartimos nuestra botella de vino con el tipo del ruinoso chiringuito que miraba con desprecio platónico, o tal vez aristotélico, el retozar de los turistas alemanes bajo las sombrillas horteras del chill-out de aquel hotelazo pintado de falso encalado y falso añil que se recortaba sobre el pedregal del fondo.
El mar era el más azul del mundo conocido, tal vez porque su color se reflejaba en alguna parte de nuestras entrañas hedonistas, de nuestro corazón de mochileros, de nuestro inconsciente colectivo de pescadores sin fortuna. Compartimos nuestra botella de vino con el tipo del ruinoso chiringuito que miraba con desprecio platónico, o tal vez aristotélico, el retozar de los turistas alemanes bajo las sombrillas horteras del chill-out de aquel hotelazo pintado de falso encalado y falso añil que se recortaba sobre el pedregal del fondo.
Hablamos de la
crisis, de cómo se hacía la crema de alcachofas, de cómo quemar el ojo a tanto Polifemo... y de cierto amor de verano, una novia española que conoció en Hamburgo con la que aún el nieto de
Ulises se carteaba. Nos dejó leer la última carta de ella. No lo pensamos
mucho, lo exigía nuestra lealtad de parientes, aunque nuestros lazos de sangre
si remontasen tal vez a la explosión de aquel volcán que se llevó por delante a la Atlántida. Nos gastamos nuestros últimos euros en su pasaje de barco y su billete
de avión. No tardó el viejo más de cinco minutos en hacer su equipaje. Sólo se
llevó dos camisas, tres pantalones, unas alpargatas viejas, al dirección de su amada y el mar entero en sus ojos.
Y hoy estamos
aquí, casi en el mismo mar. El chiringuito de playa que regenta el nieto de
Ulises y su amor de verano y juventud en este pueblaco de Almería no es mucho más
elegante que la chabola aquella de cierta pequeña playa remota de Santorini.
Ella asa sardinas y doradas a la sal, él sigue con sus ensaladas de tomate, sus
mejillones al vapor de tomillo y su pasta de queso de cabra y alcachofas. Nosotros hoy dormimos en la arena y comemos como los hijos de los reyes de Ítaca en
su pequeña casa. Ayer ella cumplió setenta y dos, él debe tener cinco mil años, tirando por lo bajo. Les hicimos una tarta de moras y bizcocho de nata. Hay un abismo entre
prestar dinero y regalar riqueza. La crisis arrasó Grecia con la misma rabia
loca con la que luego terminó arrasando Hispania. Y qué importa. . Hoy no tenemos
dinero. No nos arrepentimos de gastar nuestros últimos ahorros en su aventura de amor, en
propiciar este incierto reencuentro. Al fin y al cabo él y ella nos enseñaron a hacer el exquisito paté de alcachofas y a encontrar en este mar caliente y familiar
el auténtico secreto de vivir.
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