Foto de los caracoles que guisa el cocinero Floren Domenzain |
Los peus de porc amb cargols
fueron pasando del estado "gelatina sólida primigenia" al de "líquido incierto de color repelús".
Añadió un poco más de pimienta negra recién molida y removió con
la cuchara de palo para que no se agarrase al fondo la cebolla horcal que le
daba una densidad aburguesada a la salsa. Los caracoles gordos, que hubieran servido
para hacerlos a la borgoñesa, se habían empapado bien de la transpiración del
tinto reducido y la picada de almendras, avellanas, man tostado, ajo y tomate. Las manitas
de cerdo ibérico tenían una untuosidad que él comparó de inmediato con la de
ciertas partes íntimas de T. justo después del después. Pero ese símil nunca
podría hacerlo por escrito para que no se malinterpretasen de forma obvia y
grosera sus palabras.
Se había quedado dormida boca abajo, con las piernas abiertas y
los brazos medio abrazados a una de las almohadas. Le gustaba observarla así,
con ese descaro que sólo tenemos cuando sabemos que nadie nos mira y podemos
recorrer sin prisa la piel ajena, como quién mira un plano creyendo detectar
donde enterraron los piratas los cofres del tesoro o los cadáveres de todos los
traidores. Ese lugar entre la axila y el nacimiento del pecho, ese espacio de
la espalda que ya va subiendo para formar la curva de los culos o los primeros
pelos de la raja que se salvaron de las podas depilatorias a las que obligan
los estúpidos bikinis.
Se sentó en la mesa frente a la cama, con el guiso caliente
perfumando la casa y una tercera cerveza para desayunar. Rechupeteó el primer
caracol hasta alcanzar con los dientes la cabeza, tiró de él y salió entero, luego
masticó un pedazo traslucido de manita y un trocito de pan empapado en la
salsa. Aquel primer bocado le pareció mucho más pornográfico que la forma en la
que estuvo mordisqueando partes de ella que tal vez nadie había considerado
comestibles. Ella entonces dijo algo entre sueños, él entendió algo sucio y
delicioso, o quiso entenderlo así, pero no se levantó de la mesa, se aguantó las ganas, siguió
devorando las sobras de la cena con usura y con hambre, no fuera a ser que ella
se despertada y exigiera su parte. Pero el amor también era eso, haber dejado
su ración de manitas con caracoles en el fuego y tres cerveza enterradas en el
cubo de hielo. El amor era eso, cenar guisos excesivos y desayunarlos luego con similar apetito. El sol comenzó a salir entre las higueras. Gritaban fuera una reunión informal los
rabilargos. Envidiosos, pensó él. Comenzaba Septiembre.
Foto de Hugues Erre |
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