Vuelvo al invierno a veces, a esos pocos días de verano y amor, quietud y mar. Recuerdo la casa abandonada, el huerto anegado de madreselvas y zarzas, las ventanas sin cristales por las que se colaba la brisa helada y el nido de mantas que hiciste en la habitación más pequeña, vaciando un arcón donde dormían espadones roñosos, trajes de gala negros envenenados de naftalina y libros de Buffon. Vuelvo a aquella cocina grande llena de cacharros de cobre maquillados de verdín fluorescente y la chimenea derrumbada sobre un montón de leña fósil y papeles quemados. Entonces no sabías que venderían aquella ruina un meses después.
Me voy luego al
invierno, no tan lejos, a esa misma playa deshabitada, extinguidos los turistas
solanáceos, las sombrillas y el cemento que hacían malvivir a España antes del
tsunami inmobiliario. Aquel pueblo se había medio salvado de las arenas
alicatadas hasta el techo, de los especuladores pirateando las alcaldías, de
los agricultores que vendían sus huertas por un plato de lentejas y un buen
fajo de billetes en negro y de toda esa mierda que propiciaron los hunos y no
cambiaron los hotros. A pocos
pasos, el horizonte de la derecha lo cubren los naranjales y las cañas, a la
izquierda el mar calmado y vacío.
Haces un
agujero en la arena, enciendes el fuego con cañas viejas y leña de naufragio. Nos
sentamos sobre la estera de esparto que cogiste de la casa abandonada por los
tuyos. Sobre las brasas colocas con cuidado el bogavante grande que casi te
regaló la pescadera evocando viejas deudas familiares o la escasez de clientas y que has traído ya
cortado. Sobre su carne blanca extiendes el chimichurri que hiciste esta
mañana con albahaca fresca, tomillo, sal, aceite y un poco de lima. Cuando está
a punto lo sacas a la fuente de barro desconchada que traes en la mochila,
sacas el Rosado de Requena y lo descorchas con la Victorinox que te he
regalado ayer por tu cumpleaños. Devoramos al
monstruo con los dedos, rechupándonos con hambre las agüillas y bebemos a morro
el vino fresco. No habrá postre, ni hizo falta. El sol de invierno es un lujo a
juego con el lujo del marisco a las brasas y el tiempo sin fronteras, a morro
también, sabroso y embriagante.
No evoco lo
perdido en ese año, ni nuestra complicidad de cocineros incipientes, ni los felices
excesos de los que apenas queda perfume en la memoria, pero si ese invierno en
el mar y el privilegio de beber sin mesura el tiempo a morro. A mi me basta
saber que has llegado a ser una gran cocinera, que guardas aquella navaja suiza
y que en tu restaurante de San Francisco ocupa un lugar de honor el bogavante
asado con salsa de albahaca. A ti te basta saber que sigo buscando playas en
invierno y que a ella le gustan mis
guisos, mi forma de cuidar los sueños.
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