miércoles, 14 de junio de 2017

EL MEJOR VINO DEL MUNDO

Foto de Laura Rosal
Saboreo despacio el vino y contemplo este horizonte pardo de viñas en sazón el día antes de comenzar nuestra vendimia. Al fondo la tierra parece más rojiza y brillante por los últimos rayos de este sol de septiembre. Creo que he llegado a ser un buen vitivinicultor. Sé casi todo de las uvas y la tierra, de la alquimia y de las ciencias del vino, pero sigo sin saber porqué en la linde de las jaras las uvas son un poco más dulces. Seguro que algún día lo descubres. Me dijo ella aquella noche.

Jara era muy especial. La conocía desde los dieciocho años. Los amigos la consideraban una mujer algo excéntrica, que no había querido pasar por el aro del trabajo estable, la pareja convencional, los hijos, las aburridas rutinas, las pequeñas pero sensatas locuras de tener un hobby, un amante joven y temporal o un vicio poco doloroso y asequible. Nos habíamos amado entonces durante algunas semanas y ahora no me da pudor decir que tanto en la cama, como en la mesa, era muy divertida. Una de esas extrañas personas que siempre ven la botella, no medio llena, sino casi llena. Las dificultades y palos de la vida siempre le parecían pequeños contratiempos y cuando dormía nunca se colocaba en la típica postura de autoprotección, ni te abrazaba buscando inconscientes seguridades masculinas. Se quedaba arrullada en cualquier postura, con los brazos y las piernas relajadas, abiertas, abandonada al sueño, como si en el dormir estuviera nadando despacio por el mundo. No hubo trauma en nuestra separación, seguimos siendo amigos y hasta íntimos amigos, sin haber roto nunca la invisible complicidad de haber compartido esos pocos días nuestros cuerpos jóvenes, bastante botellas de buen vino y muchas risas.  Hubo años de vernos muchos veces y años de no vernos ninguna. Por su vida pasaron muchos novios y por la mía más de dos divorcios. Ella hizo de su pasión su oficio y se había convertido en una prestigiosa fotógrafo de temas culinarios y yo me acomodé sin muchas luchas en el negocio familiar de la bodega.


Entonces llevaba sin ver a Jara casi dos años. Ella acababa de volver de Vietnam y me invitó a cenar sin enredar con protocolos ni retóricas. Hola, ando por el pueblo, ¿quieres venir a mi casa a cenar?. Yo accedí sin pensarlo porque además era una excelente cocinera. Preparó un cordero asado en su difícil y delicado punto y unas alcachofas estofadas con patatas. Ya sabes que para asar hay que saber de fuegos y de carnes. Estaba guapa, algo ojerosa, quizá como consecuencia del jet lag o de alguna noche loca y en su melena negra habían aparecido muchas más canas de las que recordaba. Estás vieja pero más buena que un tintorro del ochenta y seis. Le dije. Y tu estás igual de gilipollas que siempre, algo más barrigón y ya un poco calvo. A lo mejor por eso te quiero. Tras la cena y un postre de mango flambeado con ron nos fuimos a la cama. Como entonces, un revolcón con Jara seguía siendo una fiesta. Ella siempre me hizo sentir que era un estupendo amante aunque yo sabía que era mediocre y torpe. Me gustaba mucho su sabor, su forma de moverse y de jugar conmigo.

Estaba dormida cuando vi la pequeña cicatriz violácea debajo de su pecho. Cuando se despertó no tuve que preguntarle nada. Ella era así, directa, seca, poco diplomática, algo bruta. Si, me muero. Tal vez malviviría ocho meses si me dejase envenenar por la quimio, pero va a ser que no. Antes que acabe todo me apetecía volver a hacer dos cosas que me gustaban mucho. Una era esta y otra ya sabes. Yo no sabía o no recordaba. A ella le gustaban muchas cosas, viajar sin equipaje a donde le mandasen las revistas, cocinar para los amigos, nadar en el mar muy lejos, no dejar una botella de vino nunca a medias, no aplazar para mañana un compromiso, leerse del tirón un libro, tocar la corteza arrugada y dura de las viñas viejas y reírse de todo casi siempre, pero no como una forma de burla arrogante sino para desarmar así lo duro y feo de la vida. ¿De verdad no te acuerdas? Metió un dedo en la copa de vino y me salpicó con unas gotas. Recordé entonces, muchos años antes, cierta madrugada loca de verano. Por aquel tiempo trabajar en una bodega y entender de vinos no era una profesión con prestigio, sin embargo ella admiraba mi palabrería floreada a la hora de definir los vinos que bebíamos o distinguir regiones y hasta añadas con solo pegar un trago de la copa. Aunque para todos yo era “…el hijo tonto del Tomás el vinatero, si hombre, el nieto de Liberto el indio, el que volvió medio loco de Venezuela”.

Varias veces acabamos en la bodega vieja, en uno de los despachos abandonados del piso de arriba que el abuelo había utilizado como vivienda muchos años hasta que su sueño comenzó a ser un negocio rentable. Era un sobrado de techo bajo, pero él había instalado allí, además de un despacho bien equipado con chimenea francesa y un gran ventanal de techo, una pequeña habitación con una cama turca y un aseo que tenía en medio una bañera muy antigua, rescatada de la casona familiar, de esas que tienen las patas en forma de garra de león y la espaldera muy alta. Mi abuelo se había traído de las Américas una malaria muy violenta, unas pieles de jaguar que usaba de sobrecolcha, el sueño de hacer el mejor vino del mundo y la manía de darse un baño caliente cuando barruntaba las malditas fiebres.

Aquel día, después del amor, Jara fue también muy clara y directa en sus deseos. Que calor, sabes que me gustaría. Te va a parecer una locura pero desearía darme un baño de vino fresco. No me atreví entonces a malgastar una barrica entera de buen Ribera en ese juego, hubiera sido difícil que mi padre no lo descubriese, pero pensé que usar el mosto recién sacado que descansaba aún en una gran cuba de acero era menos delito. Empalmé dos mangueras, encendí la bomba eléctrica pequeña y llené la bañera del apartamento de un mosto rosado, de olor muy intenso a uva madura, dulce de membrillo y cerezas. Ella se sumergió en aquella bañera enorme llena de aquel líquido turbio, oscuro y de un color rosado casi fluorescente. Venga, atrévete, métete aquí conmigo. Pero no lo hice. Su cuerpo lleno de curvas se fue perfumando y tiñendo con aquel mosto que luego chupé a conciencia en el camastro. Aquella noche no nos emborrachó el vino sino la libertad. Me asombró entonces que mi paladar, ya bastante educado por mis estancias en Burdeos y en La Rioja para aprender el oficio, podía separar muy bien el sabor a cerezas muy maduras, a dulce de membrillo recién tostado, a moras soleadas y grosellas verdes de aquel mosto, del sabor también dulce, pero más almizclado y sabroso, de su cuerpo de mujer. Cuando terminamos, ella se durmió sin que la sonrisa se le hubiera borrado aún de los labios. Abrí el gran ventanal del techo, salí con sigilo de la habitación y puse la bomba con la marcha inversa para restituir el mosto de la bañera a la cuba grande. Cuando terminó el trasiego volví a la pequeña cama y me dormí muy pegado a ella que seguía oliendo intensamente a fruta y a aventura.


Me dijo. Hace un mes, cuando me operaron y luego me dijeron que me moría pensé que no me quedaba por hacer o vivir ningún sueño pendiente. He llorado muchos días desde entonces, pero me he dado cuenta que no puedo seguir perdiendo este tiempo precioso, desperdiciar estos día en los que aún no duele. Quiero volver a vivir los pequeños placeres que más me gustan, preparar ese cordero asado, leer otra vez mis libros favoritos, volver a beber unas copas y compartir unas risas con los pocos amigos que nos quedan, caminar por la selva de Vietnam y Brasil, tocarte otra vez y bañarme de nuevo en vino. No me mires así. No te quiero triste. Además ahora no es tan raro, no es como entonces, muchas bodegas que venden el rollo del enoturismo ofrecen ese capricho en sus cartas. Al día siguiente, en la bodega nueva que nos diseñó Rogers, seleccioné la mejor barrica de tinto de la cosecha del noventa y nueve. La marca “Ribera de Liberto” se había convertido en tiempos de mi abuelo en una vino de prestigio en muchos restaurantes cuando Ribera de Duero era un tierra apenas conocida, mi padre consiguió poner nuestros caldos al mismo nivel que los mejores Riojas en el mercado nacional y yo luchaba ahora porque nuestros vinos compitieran con los mejores tintos del mundo. En las nuevas oficinas yo había mantenido las mismas costumbres del abuelo, apenas usaba mi casa en la ciudad, me pasaba la vida en la bodega. En la parte más alta de la zona de cubas de fermentación había hecho diseñar a Sir Richard un amplio y diáfano apartamento con una gran cama, una moderna cocina igual a la de mi amiga Ruscalleda y un baño presidido por la restaurada y vieja bañera imperial de don Liberto el indiano. Preparé las mangueras y la bomba de trasiego y llené la gran bañera con mi mejor vino. La barrica bordelesa que utilicé, junto con otras doscientas veinte del mejor roble francés, iban a ser embotelladas para conmemorar los cien años de vida de nuestra bodega.

Aquella noche fui yo quién cocinó para ella el asado siguiendo la receta secreta de su moje, un machado de ajo, tomillo, romero y laurel con el que rociar al lechal antes de meterlo al horno. Acompañé la carne con una ensalada de escarola, granada y queso picón.  Cenamos con hambre, nos bebimos dos botellas del mejor vino y muchas risas. Ella se dio luego un largo baño en mi bañera, en aquella excelente cosecha del noventa y nueve. También entonces quiso que compartiera con ella ese lujo, pero yo me negué. Me gustaba mirarla flotar en el Ribera, sonreír con los ojos cerrados, sentir que era feliz nadando en nuestro mejor tinto. Después nos amamos y, como veinte años antes, me bebí todas las gotas de vino que quedaron en su piel, como soy un cursi y me importa una mierda lo que piensen puedo escribir: bebí en la copa tierna de su cuerpo.

Luego se fue sin despedirse, un último viaje lejos. Dicen que se perdió en la selva de Brasil que tantas veces visitó. Nos enseñó otra vez a lo amigos el valor que tiene de verdad la libertad. Jara decidió morir donde quiso y cuando quiso. No he conocido a nadie tan valiente.  El vino de la bañera volví a trasegarlo a la barrica, luego lo mandé embotellar sin etiqueta y guardé esas doscientas cuarenta botellas en mi bodega particular. En las horas que me muerde la tristeza, cuando la vida no va todo lo bien que desearía, cuando me duelen los días y siento que el cansancio me vence, subo a la terraza de esta bodega, miro este horizonte de hermosas viñas viejas sobre la tierra parda, abro una de esas botellas y la bebo entera, despacio, copa a copa. Respiro su olor amplio, complejo y elegante a moras muy maduras, higos secos, cerezas confitadas y madera tostada, saboreo sus taninos pulidos, la redondez de su gusto a vainilla, melocotón maduro, grosellas secas, su recuerdo final en el paladar a bosque en otoño y zumo de dicha. Pero de entre todos esos aromas y sabores, debajo de los mágicos perfumes de este tinto de mi querida Ribera del Duero, puedo distinguir siempre su olor y su sabor, el mismo de entonces, de aquel primer baño suyo en un mosto dulce y del último baño en este vino sabroso. Al acabar la botella algo de ella se me queda en el alma y sonrío, no es el alcohol, ni la embriaguez, es el recuerdo de mi amiga Jara. Su sabor y su olor al fondo de este vino es el de todo lo bueno de vivir y le doy gracias.


(dentro de: "Los dientes del corazón". Ed. Baile del Sol. 2014)

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