De regreso le
gustaba volar bajo, abrir la pequeña ventanita del Lightning y aspirar el
intenso olor del mar. Podía pilotar con los ojos cerrados. Sentía en los mandos
del avión las brisas ascendentes, los cambios de presión y las invisibles coordenadas
que le llevaban de vuelta a Córcega. Le gustaba volar a menos de cincuenta
metros y contemplar el fino rizo blanco de las olas a esta hora de la tarde. Pensaba que luego bajaría a la
pequeña playa de la isla con una botella fría de Chianti tras haber comido un
buen plato de spaghetti con mucho
basilisco y mejillones en la taberna del puerto donde se reunían los pilotos.
Amaba esos
momentos de soledad tras la cena y el cansancio del vuelo. Sólo en esos
momentos sentía la cabeza clara para enhebrar historias. Amaba esos
momentos de soledad sobre el mar, sintiendo el rugido de los dos motores turboalimentados de P
38 y lo bien que respondían cuando empujaba hacia el pecho los cuernos de los
mandos con la palanca del gas a tope. Entonces sentía que podría llegar
más alto que el cielo, atravesar su azul, llegar a otro planeta, como en su cuento.
Sonrió y aspiró
fuerte el olor salino y puro del Mediterráneo antes de hacer el ascenso. No sintió la ráfaga del enemigo, ni el choque contra
el agua. Estaba pensando que tenía hambre, ganas de beber vino y de acariciar
despacio la piel de ella. Hambre de volar y de vivir.
(en memoria del nacimiento, un día como hoy, de Antoine de Saint-Exupéry)
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