jueves, 10 de junio de 2010

EL NIÑO Y NIÑA "ESONOMEGUSTA"

(pintura de Pier Toffolletti)

De niños teníamos cierta aversión a la comida. Angustiamos mucho tiempo a nuestras madres respectivas con esas manías, inapetencias y “nomegusta”. La mía se inventaba mil historias y juegos para distraerme y meterme la cuchara en la boca. La tuya intentaba obligarte aunque siempre pudo más tu rebeldía que su paciencia. Niño y niña “de mal comer”, niño y niña “raro” frente a los otros y otras tragaldabas del barrio que les daba igual un filete que una sopa de tornillos. Y sin embargo ahora devoramos, libres ya de prejuicios y manías, comilones felices de todo tipo de cosas, seres, guisos, desde unos chinchulines a un asado de anaconda, de lagartos a perritos calientes, de unas hormigas a la liebre royal. A los niños y niñas que no comen habría que dejarlos en paz. Ya hará el hambre y el instinto de supervivencia su función. En el mundo los niños mueren de hambre por no tener alimentos no por negarse a comer.

Sólo en eso nos parecemos tú y yo. En haber sido de niños malos comedores con aversión al chorizo, las judías, el hígado empanado, las menestras… y también en habernos envenenado muy pronto con la literatura desde que aquel tebeo cayó en nuestras manos. Bueno, también nos parecemos en cierta idea de justicia, de igualdad, de libertad con la que contemplamos la vida o en el placer de atesorar la memoria de lo que una vez amamos. Aunque cuando te miro a los ojos me veo en ellos y no es mi reflejo. Algo hay detrás, cierta misteriosa semejanza desde la más extrema diferencia.

Pienso en nuestras madres, en esas mujeres españolas que nacieron en los treinta, esa generación, si no perdida, si encerrada en un mundo duro, rijoso, hostil, falso, claustrofóbico en el que no pudieron crecer en libertad y ser mujeres felices. Sin duda hubieran sido mujeres felices en otra sociedad menos bestial y machista. Hubieran sido más felices, más libres, más ellas. Luego llegamos nosotros, la generación de los sesenta, sus hijos y sus hijas y no las entendimos, las rechazamos y huimos de su lado, de sus ideas anticuadas, sus temores extraños, sus miedos a todo, su aparente ceguera. Huimos lejos buscando la verdad de las palabras y los cuerpos, su libertad y sus trampas, heridas, sorpresas, placeres. Lejos siempre.

Luego, a veces ya muy tarde, comprendimos las cicatrices de las garras siniestras que ese tiempo dejó en su piel de mujer y volvimos a su lado, aunque no se dieran cuenta. Descubrimos que ellas, con sus pocas armas, habían conseguido hacer un largo viaje interior hasta el progreso recorriendo una distancia mucho más larga y difícil de la que nosotros y nosotras recorreremos nunca.

Pienso en ellas, en tu madre y en la mía, en este presente que ya no pudieron disfrutar porque la vida es siempre corta y su juventud fue muy difícil. Aunque tu no lo sepas, aunque seas muy distinta, hay mucho de ella en ti, tal vez sus sueños nunca nombrados se cumplieron en ti, seguro que su piel suave y bella es ahora la tuya, seguro que algo de su voz o de tu forma de acurrucarte en la cama para dormir, algo que no sabes y no conoces pero existe y está vivo. En ti.

Te miro a veces y quisiera abrazarte pero no lo hago porque siento que es un abrazo lejano que va hacia ellas, a esa desconocida que te hizo posible, sabia, fuerte, hermosa. Cientos de veces te hizo la comida que tú rechazabas y hoy sé, conozco, el amor, a veces inconsciente pero cierto, que hay en ese acto repetido de hacer una comida para un niño, una niña.

Te miro a veces y quisiera besarte pero no me atrevo porque ese beso debería volar muy lejos por el misterio de la historia hacia tu madre cuando estaba aquí y soñaba y era joven y te tenía de bebé entre sus brazos, mucho antes de que descubrieras cuál era tu nombre.

Y que diría ella, aún joven, con cuarenta años, con tu edad, de un tipo como yo. No te rías. Lo imagino.

Nunca recitaría eso de “me gustas cuando callas porque estás como ausente”, que horror. Diría: “me gusta cuando comes porque te siento viva, con apetito de todo, abierta a probar lo mucho bueno de este presente”. Ese sería mi verso nerudiano. Y brindo hoy por ella, por tu madre, la imagino si viviera hoy y fuera tan joven como tú. Seguro que sería más moderna, más atrevida, más valiente que tú. Que nosotros.

Además, alguien que alimenta a un niño o a una niña tantas veces, que guisó tantas veces con amor a pesar de nuestra cerril inapetencia se merece el cielo. Si existiera. Al menos el cielo de nuestra memoria.

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