miércoles, 2 de junio de 2010

LA ESPECIA DEL SILENCIO

(Fotografía de Katarzyna Widmanska)

Cocinar en silencio, mientras el silencio salpimenta unos huevos sencillos a las seis de la mañana, unas tostadas con café, un trozo de sueño ronroneando aún en la almohada, un zumo de limón y manzana. Cocinar en silencio también es un placer aunque siempre prefiera que entre la gente en la cocina y haya ruido, copas, risas, fiesta. Aunque siempre prefiera que estés aquí y cocinar en silencio contigo.

Yo lo noto. Guiso unas alcachofas con patatas, un goulash de buey, una sopa de tomate, unos calabacines asados con romesco o unos rollos de gallo y salsa de mostaza y siento, noto, saboreo, cuando además de la sal y la pimienta el plato está condimentado con silencio. Mastico y noto su textura, su sabor, su olor a vida no del todo cocinada. A veces preparo despacio y con tiempo un salmorejo anarquista, un arroz con gambones y conejo o una sopa fría de corujas y descubro ese rastro de silencio cuando acerco el tenedor a los labios. Esa especia densa e invisible que a veces es dulce o salada y a veces amarguísima.

Y veces me visto con silencio, con todas las palabras que no te digo. Pero no es para esconderme de tí. Al contrario, contigo estoy desnudo en el silencio mientras me miras seria o me sonríes, me acaricias, me cuentas y esta primera noche de verano nos limpia tanta historia, años, desencuentros, distancia. A veces me visto con silencio, pero nunca me disfrazo, ni me alejo, ni me hundo en el vacío de ese tiempo sin palabras. Al contrario, contigo solo me abriga la piel y estoy tan cerca al abrazarte que ya no queda nada de mi sombra, ni de mi cansancio, ni de mi edad.

Solo que ayer, contemplado tu vida, la que no conocía, me dolía mucho más la distancia pasada, el pasado silencio, lo que nos cuesta tanto descubrir a veces aunque lo tengamos tan cerca. O no digo “nos”, digo “yo”: lo que me ha costado tanto descubrir a mi en esta ciudad de todos los demonios y de algún ángel, si puede ser caído. Y el asombro de descubrir como mis manos y mi cuerpo reconocen las tuyas y tus formas. No lo entiendo. No entiendo este placer y esta sorpresa de saber caminar sobre tu piel con los ojos cerrados y no caerme nunca. No entiendo porqué me gusta tanto escuchar las palabras en tu voz y la música extraña de los sonidos que las hacen, sueltan, arropan.

Luego, casi al amanecer, de nuevo en mi casa, aún dormido pero con hambre, he hecho café fuerte con su chorro de nata y miel, tostadas con aceite y tomate, huevos revueltos con un poco de queso de cabra y albahaca, zumo de manzana y limón verde.

Como con el balcón abierto para que entre la brisa fresca del amanecer pero enredada en la brisa está el silencio, otro silencio, el que me dice que no estás ahora ahí dormida, protegida en la concha azul de tus sueños, el que me susurra que no estás ahora, aquí despierta, compartiendo este sencillo desayuno en mi cocina.

Como con hambre y con una sonrisa que no se me ha borrado desde que estoy despierto, igual que no se borra el recuerdo de tu cintura, tus pechos y tu olor, tampoco olvido la trama dura la vida que fueron construyendo tus palabras en medio de la noche. Eso no se me olvida porque se lo que vale que nos mimen, toquen, besen, acompañen cuando somos pequeños o pequeñas. Porque sé lo que vale sentir como envejecen bien aquellos a los que amamos y lo que duele, por el contrario, que ya no estén en esos momentos importantes. Yo lo sé.

Igual que sé lo que vale que cocine para nosotros quién amamos. O lo que vale recibir escritas las palabras que nos nombran en la intimidad profunda de una carta.
Eso nunca se olvida.
Las palabras escritas nunca se pueden echar atrás.

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