De nuevo San
Francisco, después de tantos años. ¿Cómo
se llama el hotel?. Adobe. Me dice el chico. Atardece. Es el mismo André,
el dueño del hotel quién viene a buscarnos. El gran André. Mi amigo André. El
cabrón de Anthony está en todo. Camino de su casa hablamos la lengua franca de
los cocineros nómadas, una mezcla de italiano, francés, ingles y español de
América. Es fácil toparse con su complejo hotelero y de restauración en muchas
revistas de tendencia, de decoración o de arquitectura de cualquier parte del
mundo. Los edificios son todos de una sola planta, de gruesos y frescos muros
de adobe y tierra prensada con dibujos rojos y azules, encalados en un blanco
deslumbrante por el sol de San Francisco. A un lado, en una pequeña hondonada
natural hay una extraña e inmensa piscina orgánica en la que nadan carpas
gigantes y crecen plumas, espadañas, juncos y papiros. Una piscina transparente
y que no necesita cloro ni ningún otro potingue químico para mantenerse
limpísima. El restaurante tiene uno de los muros totalmente acristalados con
vistas al mar y a un espectacular bosque de cactus. Pero las cocinas del
restaurante parecen la nave Nostromo, todo acero, cristal y máquinas que ni yo
sé para que sirven. Vamos André, no me
digas que para hacer unos burritos necesitas tanta chatarra y tanto chisme
espacial. Pocos saben que André Sánchez fue un espalda mojada en los
setenta, que se envenenó fumigando sin mascarilla los campos de fresas de
California, que se quemó las manos en la cocina sótano mugrienta de una cadena
de restaurantes orientales de NY cuyo dueño era en realidad un rico tejano
racista que ahora es senador. Pocos sabemos que cada ladrillo de adobe que
conforma este lugar admirable está fabricado con barro, con paja y con mucho
sudor y mucha sangre y mucho esfuerzo.
Es la prueba del sueño americano.
Me dice Pablo. Más bien del sueño
mejicano. Le replico. Amistad, lealtad, ayuda mutua para comprar una vieja
roulot de tercera mano desde la que cocinar y vender por unos centavos
empanadas y tortillas a los suyos. Luego para pagar el alquiler de un tugurio
en las afueras de Petaluma y convertir un anodino texmex en un restaurante de
nueva cocina mejicana. Una cocina llena de aromas, frescor, verduras, pescado,
frutas… cuya fama se extendió en menos de tres años por todo el estado de
California. Todo esto construido con el esfuerzo de André, de su mujer Lola, de
sus tres hijos y con el dinero que le fueron prestando a lo largo de su
aventura muchos de sus compañeros fumigadores, dinero que se llevaba trozos de
vida robados por el veneno que utilizaban entonces en los campos de fresas que
luego se vendía a dólar la cajita en los Walmart. Claro que te dejo plata hermano, ya me la devolverás. Jornaleros ilegales que ganaban
doscientos pavos semanales por diez horas de trabajo. Al principio André les
guisaba a los compañeros a pie de campo, en una sartén de hierro sobre un
camping gas. Esto está muy rico hermano,
como en casa, seguro que si se lo vendes a los gringos haces más plata.
Algo parecido, ochenta años antes, le había dicho un yanki a su abuela estando
de paso en su pueblo, al otro lado de la frontera. La misma abuela Clara que se empeñó en ponerle aquel nombre
francés a su primer nieto. André no
podía fallar porque no se jugaba su dinero, sino el dinero y la sangre de más
de cien compañeros que creyeron en su idea, su valentía y en sus guisos. El
restaurantillo fue como un tiro. André era ambicioso y compró libros, leyó
recetarios, rescató guisos aztecas y mayas gracias a Lucas, un profesor de
secundaria de uno de sus hijos, que vivía en el sur en Mountain View, que amaba
su tierra mejicana, su pasado, su cocina y que había conocido a un famoso
etnobotánico llamado Richard Evans Schultes. El profesor le prestó su tesis
doctoral sobre “la cocina azteca precolombina”. Pero la brújula que guió sus
experimentos culinarios y su éxito fue un viejo cuaderno escolar en donde la
abuela Clara le dictaba al niño André sus guisos y platillos, cuando comenzó a
sentir que le fallaba la memoria.
El
restaurante pudo ser reformado y mejorado, comenzó a salir en la revista “Gourmet”,
en “food & wine”, “Saveur”, una reseña en el “Time” y luego le dieron una y
luego dos estrellas en la Guía Michelin. Con
el dinero ahorrado durante diez años y las generosas aportaciones de
empresarios de Sylicon Valley fanáticos de su cocina, André construyó este
sueño en medio de la nada. Yo conocí al cocinero cuando ya era un chef famoso,
rico y admirado en toda América, había comenzado un programa de televisión de
cocina apadrinado nada menos que por Julia Child. Yo huía de España, de la
tristeza tras la desaparición del Barco Canibal y el abandono de mi primera
mujer. Acababa de vivir dos sueños maravillosos e imposibles para la mayoría de
los mortales con poco más de veinte años y perderlos de pronto era muy difícil
de tragar. El bueno de André, el jornalero André, el espalda mojada André, el
gran cocinero André que dominaba por igual el secreto del adobe que el arte de
resucitar recetas que llevaban dormidas en la historia de la cocina del mundo
más de quinientos años, pegó con cariño los trozos de aquel hombre de barro,
paja y agua que era yo. Me ofreció trabajo en su cocina, una buena paga, una
buena habitación, unos chupitos de tequila artesana al final de cada día y
amistad a lo largo. André, una noche, sin ninguna cohartada de tequilas, mientras
ayudaba a reformar con sus manos este restaurante, me contó todo aquello, su
dura vida, sus compañeros fumigadores y recolectores ahora ya muchos muertos o
enfermos de cáncer o de asma y bronquitis crónica y sin seguro sanitario, de
esos amigos que le prestaron sus ahorros para construir su pequeño sueño.
Entonces entendiste porque a veces, aunque segundos antes el maitre acababa de
disculparse por no tener esa noche mesa para un asesor del gobernador o
cualquier otro vips, aunque minutos antes hubiera tenido que colocar a Steve
Jobs en una de las peores mesas del interior, sin embargo a esa pareja de
ancianos vestidos con ropas baratas de domingo, él no demasiado bien afeitado,
ella bastante fea, con unas manos ásperas que no parecían las de una mujer sino
las manazas de un viejo estibador de puerto, porqué a ellos, a pesar de estar
el restaurante completo, les sienta en la mejor mesa del local, esa mesa grande
y redonda que está junto al ventanal desde la que se ve el desierto y el bosque
de cactus y un horizonte azul infinito que se funde con el océano. Porqué a
ellos el maitre les trata como si fueran el Presidente y señora y les saca la
mejor tequila reposada de aperitivo con un poco de beluga sobre una tortilla
caliente perfumada con mole poblano y luego una copa de ese Chateau de a dos
mil dólares la botella. Entiendes porque salé el gran chef a abrazar al viejo,
a besar a la mujerona. Era Felipe y su
señora. Parecen viejos pero tienen menos años que yo. Son amigos de entonces.
De aquel entonces, de cuando yo no era nada. Pero ellos creyeron en mi sueño. Eso
te contará después. No necesita más palabras. Entiendes, chocáis los vasitos de
Tequila. Por los amigos.
Amistad a
los largo. André nos enseña el nuevo hotel. Apenas treinta habitaciones, también
construido en adobe según la técnica de los indios Pueblo y sin embargo de
líneas muy modernas y futuristas, salido del estudio de Sir Foster. El Sir y Helena, su señora, vienen de cuando
en cuando. Le conté mi idea y me dijo que sí. Hablamos del adobe y sus
secretos. Un gran tipo Foster. El hotel apenas tiene dos años y ya está en
todos los libros de arquitectura. Nos instala en una suite. Pablo está
entusiasmado por el sitio, las vistas, la personalidad de mi amigo André. Cada
habitación tiene su propio aljibe orgánico y su jardín de cactus. El techo hace
una extraña bóveda, el suelo está cubierto de toscas losas de cerámica parda
que sin embargo parecen ajustarse como en un puzzle. El colchón se apoya en un
canapé de piedra del desierto muy pulida. Qué
chulo tío. Dice Pablo. Esto es la hostia, los ricos como viven. El
atardecer se cuela por la cristalera. Le digo al chico que pise la loseta azul
que hay en la esquina. Entonces se van apagando las luces y se siente una leve
vibración. La mitad del techo se mueve, va desapareciendo, solapado, sobre la
otra mitad hasta dejar la habitación a la intemperie, bajo este cielo de un
anaranjado suave que va cambiando al azul rojizo en el que las estrellas
comienzan a brillar. Pablo se tira en la cama y se queda embobado. Yo me quito
la ropa, abro el ventanal que da a la piscina natural y me sumerjo en el agua
fría, siento nadar los peces a mi lado, cierro los ojos, descubro que tengo en
mi cabeza muchos recuerdos de entonces, que aún tengo tiempo.
Nos vestimos de vaqueros y camiseta
para cenar con André en el comedor de los cocineros. Pablo ha estado hablando
por teléfono con nuestro contacto, alguien que conoció a la madre de Lucía
cuando estuvo aquí en América. André ha
montado una mesa grande en la parte de atrás. Corre una brisa a veces fresca, a
veces cálida, según el viento sople desde el mar o desde el desierto. Antes he
preguntado a Pablo cómo ha podido encontrar tan rápido a alguien que había
conocido a la madre de Lucía. Ha sido muy
fácil, encontré en Internet un artículo del año ochenta y dos publicado por
Carmen Tomé y L. Perrault Smith, un profesor de física de Berkley:
“Posibilidades matemáticas de una computadora cuántica”. Del artículo no he
entendido ni jota pero me he metido en la web de la Universidad y el tipo
seguía siendo profesor y además es director de una empresa filial de Aple
llamada “Alpha Limit” con un valor aproximado de cien millones de dólares y eso
que aún no fabrican nada. Esto es América. Por lo visto sigue investigando todo
ese rollo de los ordenadores cuánticos. Bueno. He localizado su teléfono, le he
llamado y como vive aquí al lado, a unos cien kilómetros y le he dicho que
estábamos hospedados en el Adobe de Petaluma se ha entusiasmado. Es cliente
habitual de tu amigo André.
Ya están
todos sentados en la mesa, Pablo, Lucas, el profesor, el antropólogo amigo de
André experto en cocina Azteca, el que fue profesor de la madre de Lucía, el
mismo cocinero. Hace unas horas estaba viendo amanecer en Níjar y ahora estoy
aquí, tan lejos, rebuscando en el pasado de una muchacha, persiguiendo los
vacíos de su memoria precisamente yo que voy perdiendo día a día la mía. Sin
embargo esta búsqueda me ha permitido volver a ver a mi viejo amigo André y a sentir que sigo teniendo mucha de
mi memoria intacta. Carmen Tomé, a la vez cantinera de un chiringuito de playa
y joven investigadora que busca la forma de multiplicar casi por infinito la
limitada memoria de un ordenador. A la vez madre de pueblo y universitaria
admirada entre los locos que hicieron nacer el Silicom Valley. ¿Qué te hizo
cambiar una vida por otra?, ¿qué nos hace dejarlo todo y comenzar de nuevo?.
El profesor
se llama Lee y parece unos de esos santones hindúes de greñas largas y descuidadas
y barbas blancas a juego si no fuera por sus Converse, sus vaqueros Diesel, su
desteñido polo verde de Tommy Hilfiger. Hablan en español. Al amigo de André ya
le conozco, se llama Lucas Freud. El tipo rondará ya los setenta pero tiene
cuerpo de superhéroe, musculoso, bronceado, con un tupido cabello blanco
cortado a cepillo. Hombre si ha venido
para verme hasta Indiana Jones.
Él se levanta y me abraza, me estruja entre sus músculos de acero. Ha
sido un anónimo profesor de instituto durante casi cuarenta años pero también
un antropólogo vagabundo por toda América del Sur que se atrevió hasta a buscar
el rastro de Paitití o la ciudad perdida de Zeta como la llamó Percival
Harrison Fawcett antes de desaparecer para siempre en el Matto Groso Brasileño. Lee Perrault parece haber hecho buenas
migas con Pablo. Es mi cuidador quién nos presenta. Bueno, aquí tiene a su hombre. Él conoció bien a la madre de Lucía. André
pide la bebida a sus camareros. Nos traen un pisco sour helado, casi granizado
que deja en la garganta un sabor a la vez ácido y mentolado. Es un por un limoncillo salvaje, peruano,
que nos trajo hace tiempo tu amigo Indiana Jones. Y para picar nos pone a
cada uno unas pequeñas brochetas con chapulines confitados en ají amarillo y
caramelizados para que estén crujientes. Todos los comen sin ascos. Sólo Pablo
espera a ver como masticamos con apetito los saltamontes para mordisquear un
poco la cabecita de ellos. André les habla de mí, de mis guisos, de que yo fui
su maestro de la cocina de la madre
patria. Pero él y yo sabemos que eso no es cierto. Fue André quién me
descubrió los secretos de los moles, los ajís, las patatas azules, las verduras
salvajes del desierto o de la raras frutas de la selva fría de su tierra.
La mesa esta cubierta con un bonito y
viejo mantel de lino con dibujos aztecas, los platos parecen de cerámica
primitiva y están vidriados con colores intensos. Nos abren un vino tinto y
joven de California y comienzan a sacar platillos con tiraditos, flores de
garambullo rellenos con escamoles, xöhues del valle del Mezquital, pequeñas
ensaladas muy frescas de nopales con rodajas de jitomates, piruletas picantes
de himicuiles, tacos de ardilla pibill, albóndigas
de quelites… Así que tu pupila ha revolucinado
París, suelta André. Ya sabes que hoy
en el mundo la buenas y las malas noticias se saben al instante y más en este
mundo de cabrones cocinillas. El cocinero apura su tercer pisco. Siendo hija de Carmen Tomé no me extraña.
Dice el profesor de física cuántica.
Devoramos
los guisos, apuramos los vinos. Traen entonces una gran pierna de puerco asada
muy despacio durante la noche entera, al estilo canario, y multitud de pequeños
cuencos con salsas de colores. André va trinchando la carne con maestría. El
sabor es intenso y suave, la carne es a la vez jugosa y ligera. No necesita
salsa alguna, su sabor es exquisito, pero mojamos los pedazos de carne con unos
pincelitos y su sabor cambia se hace más dulce o más picante o más fresca o más
ácida. Lee Perrault, en silencio, traga grandes pedazos sin parar de alabar el
asado. Lucas Freud, alias Indiana se
levanta y desaparece en la cocina para prepararnos unos sorbetes con las
extrañas frutas que ha descubierto en su último viaje al Amazonas. Sólo
después, una vez trasegado un granizado de cupuazú y una nueva vainilla
ahumada, el profesor comienza a hablar de una mujer extraordinaria que nadie de
los presentes conoció.
Entonces pocos imaginaban en qué se convertiría este
demencial Silicom Valley. Sólo los escritores de ciencia ficción y cuatro locos
comenzaban a imaginar una nueva sociedad. Y menos aún teníamos la certeza de
que todo estaría interconectado gracias a una tela de araña tecnológica llamada
Internet. Entre estos pocos locos no estaba yo, pero si Carmen. (Fragmento de: "los dientes del corazón")
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