Me gusta usar los morteros y los libros, creo que en
estos dos objetos tan distintos se esconde similar misterio, dar sabor, aún más
sabor, a vivir.
A veces perdemos el asombro, la curiosidad, la
inquietud.
Otras veces nos embobamos con algo sencillo y gratuito,
grandioso y bello que, sin embargo, siempre ha estado ahí. El mar o un mortero,
un atardecer de finales de verano o un libro de bolsillo que compramos hace muchos años y hoy saboreamos.
Salgo a nadar y nado lejos, hasta que mis brazos se
cansan y apenas veo la playa.
Cuando vuelvo, machaco en uno de los morteros unas
pimientas, unos ajos, unas flores de tomillo, un poco de sal, añado aceite y
limón. Embadurno el pargo que he pescado con el moje y lo aso en el horno.
Me siento fuera, cerca del cañaveral. Como con los
dedos el pescado. Me lavo en el mar las manos y cojo el libro:
A quien en la ciudad estuvo largo tiempo
confinado,
le es dulce contemplar la serena
y abierta faz
del cielo,
exhalar su plegaria
hacia la gran sonrisa del
azul.
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