sábado, 4 de agosto de 2012

GUISO DE JABALÍ



Todos los años, cuando apenas quedan hojas en los robles y la nieve de la sierra está muy cerca paso una semana con el viejo. El viejo es su padre que ahora está abajo preparándonos chocolate con picatostes y dentro de poco subirá a despertarnos. Me dices: Uno de los placeres de mi vida es este, desperezarme debajo del edredón, escuchar los leves crujidos de esta casa de madera, oler el desayuno, la leña de encima de la chimenea, mi ropa de caza planchada por él. Nunca le has preguntado por qué dejó su sólida carrera, su inmenso duplex, su deportivo nuevo y su éxito social por esta casucha en medio de la nada. Porqué cambió sus simpáticos e influyentes amigos del Club de Golf por la compañía de Pedro el zorrero y Nasser el marroquí. Dices: Recuerdo que mi madre comenzó a preocuparse cuando de niña preferí la escopeta de tapones que me regaló él a las muñecas de su colección. Su preocupación se transformó en horror el día en que le pedí a mi padre por mi dieciséis cumpleaños un rifle de cerrojo del treinta. Tras su divorcio me quede a vivir con mi madre, acabé los estudios y conseguí un trabajo de redactora de una de tantas revistas para chicas. A él comencé a verle cada vez menos, semanas y meses sin que quedáramos a comer o a cenar. Nuestros encuentros no pasaban de ser meras formalidades, conversaciones de compromiso, brindis vacíos. El día que llamó a mi madre por teléfono para anunciar que se volvía al pueblo de sus abuelos, ella dijo algo como “que pude yo ver en ese hombre” y a mí, con veintitrés años recién cumplidos, me importó bien poco. Eso sí, mi madre seguía poniendo el grito en el cielo y sufriendo todo tipo de cólicos o jaquecas repentinas cada domingo que cogía la escopeta o el rifle y salía a cazar con la antigua cuadrilla de mi padre. 

Esta semana van para diez años tus visitas anuales al viejo. Cambias quince días de tus vacaciones para poder tener una semana de enero libre y venir aquí a cazar zorzales al amanecer, perdices por la mañana, conejos por la tarde y hacer algún aguardo al jabalí aunque a los dos se os congele el aliento a la luz de la luna. Dices: No hablamos mucho, nunca lo hicimos. Cuando hemos llegado hoy, después de un año sin verle, te le encuentras recostado en su hamaca balanceándose junto a la chimenea con una copa entre los dedos, los ojos entrecerrados, te manda un beso con la mano pero tu te acercas a besarle de verdad en la mejilla, huele a leña, a romero, a silencio, tal vez a dolor. Mientras deshacemos el equipaje en la buhardilla oigo llegar a Pedro el Zorrero, furtivo jubilado y a Nasser que recoge fruta de sol a sol en verano y ahora en invierno trabaja de albañil en el pueblo. -Hola niña, ¿qué tal por la capital?-, pero no esperan tu respuesta y comenzamos a hablar de la crecida del río, las heladas, las cigüeñas que ya no emigran a África, el jabalí que anduvo la otra noche en el maizal…Dices: A mi madre le costaría creer la pasión y placer que pone en sus opiniones sobre estas cosas. Él precisamente, experto en redes de telecomunicaciones, discutiendo sobre la cosecha de aceituna o la forma más eficaz de cazar las ranas de la laguna. -Niña, ¿cuando te traerás otro novio para que le examinemos?- Pregunta Zorrero con guasa. Una vez tuviste la audacia de traer a Alberto, un compañero de la redacción con el que entonces andabas emparejada, pero se desmayó sobre un ortigal cuando te vio entrar a rematar a cuchillo a un jabalí que habían cogido los perros Otro año vino Julián, que decía ser cazador. No mató una perdiz en dos días aunque tiro varias cajas de cartuchos ante el pitorreo progresivo del viejo y de Pedro. -Niña es guapo y va hecho un figurín por el campo pero ese pájaro solo ha cazado conejos donde yo me sé-. El último que vine fui yo, mi pasión era solo mirar aves, pero la noche que me confesaste que tu pasión era cazar pajaritos no salí corriendo de la cama; qué tendrá el amor. Cuando me hablaste de tu semana de vacaciones en medio del monte me faltó poco para empaquetar las cámaras y los prismáticos. -Hombre, un e-co-lo-gis-ta-, paladeó el zorrero cuando hiciste las presentaciones. Pero yo he vuelto año tras año. Aquella primera semana nos quedábamos hasta la madrugada discutiendo los cuatro, Nasser, el Zorrero y tu padre, sobre si era posible o imposible que pudieran nidificar allí las becadas o sobre cual era la cadencia exacta del canto del cuco o de la inteligencia casi humana del petirrojo o cualquier otro asunto de pluma, admirado de la enciclopédica cultura ornitológica de un furtivo analfabeto, un jornalero magrebí y un prejubilado borracho. Nos hicimos amigos. Dices: Me ha dicho el viejo que vienes de vez en cuando a que Zorrero te enseñe nidos, a discutir de pájaros y a ponerte ciego de chorizo de jabalí y vino del Priorat. Bajamos a desayunar, te acercas con hambre el plato de picatostes y el tazón de chocolate amargo que tanto te gusta. No le dices nada, pero él sabe que le quieres. -Si llego a saber que sales cazadora te hubiera llamado Diana-. Bromea. -Deja la escopeta que esta mañana te tengo una sorpresa-, murmura el viejo. Subes a la habitación y abres la vitrina donde el viejo tiene sus armas los Holland&Holland, Purdey, Sarasqueta, el viejo Mauser del abuelo y el cerrojo del treinta que te regaló tu padre en la adolescencia. - Coge hoy el nueve tres del abuelo, que hace mucho que no suena y un par de cartuchos. Para qué más-. Comienza a amanecer cuando salimos al patio de la cabaña, la escarcha brilla como si su luz saliera de dentro de las plantas dormidas y la brisa helada hace ronronear a los maizales, -es grande-, afirma, -muy grande. El zorrero dice que nunca ha visto un bicho tan enorme por estas tierras, que estará de paso, que se marchará pronto-. Nasser lo vio la otra mañana cruzar el arroyo camino de las encinas que aún tienen bellotas dulces y dice que no le tuvo miedo, no salió corriendo, como si supiera quién puede y quién no puede hacerle daño. El jabalí se ha confiado demasiado-, afirma tu padre, -todos los días sale del maizal a eso de las ocho. El zorrero no ha querido cargárselo, dice que con esa edad se ha ganado su respeto, supongo que estará chocheando. Yo le estuve observado el otro día con los prismáticos y me pareció que se parecía demasiado a mi, un viejo solitario que ha venido de lejos para quedarse aquí tranquilo al margen de las prisas del mundo, pero tu no tienes excusa, ponte junto al chaparro aquel justo en frente de la gatera-. Aguardas a que el jabalí salga del maizal, respiras despacio, intentas relajar los músculos entumecidos, te vuelves para mirarnos. Estamos sobre una loma, mirándote con los prismáticos. -Ya sabes niña, afila los dientes del corazón-. Entonces escuchas el pisar blando del animal sobre la tierra helada, su roce con las hojas secas del maíz. -Le hubiera matado pero tengo desgastados los dientes del corazón, me he vuelto comodón o cobarde- dijo Zorrero. Te encaras el Mauser casi centenario, notas esa familiaridad extraña de las armas antiguas, como si tuvieran memoria y se adaptaran a los brazos de quienes les aman. Entonces le ves aparecer, husmea el aire, resopla fuerte y disparas al bulto pero en el mismo instante en el que aprietas el gatillo, antes de que la bala salga, ya sabes que has fallado. Tras el estampido el macareno eriza las cerdas, rechina los dientes, corre hacia tu puesto. Das unos pasos atrás para dejarlo pasar pero tropiezas, caes de espaldas sobre los tomillos. El jabalí te pasa muy cerca, Vuestras miradas se cruzan un segundo, corre unos metros y se vuelve, acerrojas para que salga la vaina vacía y entre la otra, la última, “afila los dientes del corazón”, entonces entiendes, descubres, sabes qué es el instinto de cazadora lo que te hace acercar con suavidad el dedo al gatillo, relajarte, apuntar con calma en un instante hasta ver el morro del animal delante de las miras justo cuando suena el estampido. El jabalí sigue corriendo. Cuando está a un par de metros ves el hilillo de sangre, resopla una última vez y se derrumba. Te quedas sentada mirando el maizal, la sierra, el amanecer, tu miedo. -Estás herida-, dice el viejo cuando llega corriendo. Solo entonces te das cuenta del corte limpio de tu pantalón, del escozor. –Veo que tienes los dientes del corazón bien afilados- murmura el Zorrero. -Él también- le respondes mirando al macho, tan animal como tú. Entonces piensas que el viejo cabrón quería probarte, descubrir si cazar para tí era algo más que una afición, si se había convertido en ese veneno que nos devuelve los instintos de las sombras, el sabor de la realidad, el tacto del tiempo, la certeza material de tener un cuerpo, sangre, una vida valiosa, única y breve. -Tienes las piernas bonitas niña, pero te va a quedar una buena cicatriz, ¿qué vas a contar a tus novios cuando la descubran?- bromea Zorrero. –Que la dejen en paz y usen con el resto sus dientes del corazón-. El viejo furtivo se ríe mientras te cura y me guiña el ojo, cómplice. Me dices: Entiendo el porqué de su vida solitaria, los jarales, las heladas crujientes, el rumor del río, las torcaces que vuelven y pasan sobre esta casa rodeada de encinas que es su hogar. Solo nos pertenece el tiempo que pasa y podemos recordar, el que crece en la memoria hasta hacerse un bosque confortable en el que viven los jabalíes y los cazadores. 


Tu misma aviaste la bestia. Entraste en la cocina donde hablábamos de ti con los brazos llenos de sangre y el lomo del jabalí a modo de trofeo. Dices: Esta noche me lo guisas relleno para cenar. Nos pusimos los tres a la faena. Fue una tarde de apasionada discusión sobre marinados, especias, rellenos y puntos de asado. El Zorrero se ocupó de hacer el marinado con vino tinto, laurel, ajos, zanahoria, puerros, cebolla pimienta y tomillo. También fue el quién quiso encender el viejo horno de pan para hacer allí el asado.. Nasser abrió con delicadeza el lomo unas horas más tarde y lo rellenó de pasas, dátiles, nueces, cardamomo y una especia secreta que no quiso decirnos, tu padre amasó despacio la masa de hojaldre en la que luego encerramos la carne y calculó el tiempo exacto de horneado. Yo no hice nada, me limité a mirar y a escuchar como tres hombres tan distintos se ponen de acuerdo para hacer un guiso. Si un jornalero marroquí, un alimañero jubilado y un ingeniero informático renegado se pueden poder de acuerdo para asar en hojaldre un lomo de jabalí todo es posible. Acompañamos la carne con unos humildes rovellons a la plancha con su buen chorretón de aceite y una mermelada ácida de tomates verdes. El viejo sacó su mejor vino y cenamos los cuatro con hambre la carne enternecida y sabrosa de la bestia que te descubrió como morder la vida con los dientes de tu corazón. 

Ahora duermes y beso tus cicatrices muy despacio para no despertarte.


(Pintura de Viktor Lyapkalo)


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