domingo, 10 de enero de 2010

ARROZ CON RABO Y ZORZALES

En la foto mis abuelos Ángela y Fernando, un día de campo.)

Se cuecen despacio los rabos troceados con laurel, cebolla y medio vaso de vino, largo tiempo, hasta que casi se desprende sin esfuerzo su carne. A parte se doran los zorzales desplumados, sazonados con pimentón, ajo y sal y luego se cuecen despacio en el caldo de los rabos hasta que su carne también casi se desprende de sus huesos. Con ese caldo oscuro se hace el arroz, añadiendo azafrán, en cazuela ancha, cuidando las medidas para que el arroz quede al dente y seco, sin caldo, unos minutos antes de servir se añaden los rabos y zorzales templados. Es de los arroces más ricos que conozco y me apasionan todos.

Volver de nuevo a la cocina arqueológica, al respeto y el amor hacia los alimentos, la cocina artesana alejada del arte y de la ciencia, alejada de la dictadura de la apariencia o las nuevas texturas. Volver a los “guisos pardos”, la ausencia de artificios, química y E-s. De hecho ahí están los cientos de restaurantes que de forma discreta cultivan la memoria del gusto y la sorpresa de esa memoria recuperada. Volver al sexo con asombro, sin E-s, sin pastillas azules, sin preservativos de colores ni texturas diversas, ni lubricantes con sabor a fresa ácida o menta. Tu sexo sabe a sexo y por eso me gusta, porque es verdad y me asombra que sea verdad, igual que un guiso de liebre, unas gachas, una paella de conejo y caracoles, un suquet marinero, una butifarra asada, una sopa de tomate, una tortilla de patatas con cebolla y poco hecha, unas ostras, un bacalao al pilpil, un atascaburras, una barra de pan del Guijo. Cocina del terruño, arqueología recuperada, vuelta a la vida, a la cocina cotidiana, utilizando los buenos alimentos, el mimo, el respeto, la humildad, el orgullo de ser un artesano del fuego y el fogón. Nada más.

Nada más amarte. Me gusta respirar en tu cuerpo, asombrarme de que los años te han hecho más apetecible, más sabia, más dulce, más amarga, más verdad. Me gusta que te gusten los desayunos lentos y mis palabras y mis recetas. Te digo, te cuento, recuerdo, en los inviernos fríos como hoy, un arroz meloso con rabo de cerdo y con zorzales. Se concentra en su recuerdo toda mi adolescencia bruta, ácrata, lectora, bronca, crítica, que solo sabía amansar mi abuela Ángela con sus guisos y su tacto, y mi abuelo Fernando con su conversación y su malicia para ganarme siempre al ajedrez. Ese arroz, la gelatina de los trozos de rabo, su carne tierna, casi deshecha, el aroma a monte y a aceitunas de los zorzales cazados por mi, hacían de ese arroz una joya exquisita, que mis hermanos también recuerdan. No sé de dónde vendría esa receta que no he encontrado en ningún recetario, solo sé que su olor, el sabor de ese arroz forma parte de la patria de mi memoria. Caza, cerdo, arroz, cebolla, ajo, laurel, sabores rotundos y a la vez delicados, sabrosos y sutiles, voluptuosos, cálidos, reconfortantes, sinceros, como tus caderas y tus palabras cuando me nombran, me dicen y me emociono tanto que debo disimular mis ojos brillantes, pero no lo hago, me tocas la cara y chupo tus dedos con sabor a deseo, como el sabor de tu pecho a eso de las seis de la mañana, cuando la noche y el día se confunden aún en Barcelona.

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