miércoles, 4 de julio de 2012

HOJALDRES DE LIBRO


Masa de hojaldre trabajada con mimo y buena mantequilla, que corto en pequeños cuadraditos para encerrar luego dentro, y sin mucha ceremonia, pedazos de quesos variados, Gorgonzola, Mahón, Brie, Ibor de cabra… Horneo, doro, saco del infierno y dejo enfriar los hojaldritos.


Te gustaba leer hasta muy tarde. Muchas veces comenzaba a amanecer cuando cerrabas el libro y te metías en el sueño como si fuera otro libro en el que continuar ficciones. Te habías leído varias bibliotecas de Alejandría en sucesivas vidas aunque en esta que a mi me tocaba en suerte apenas tuvieras veinte años. Al menos yo no te hablé nunca de un libro recién descubierto que tú ya no te hubieras leído, ya fuera una renegrida y sobada edición de Austral comprada en Moyano o una rareza, de mínima tirada, recién salida de una marginal editorial de provincias de un autor desconocido hasta por su santa madre. Tu memoria era precisa y minuciosa y tu gusto como lectora muy parecido al mío. Aunque yo me negase a abandonar un libro por tu consejo o a comenzar otro por tu apasionada recomendación, una y otra vez comprobaba asombrado que tus gustos eran idénticos a los míos en la literatura, también en la cocina y en el sexo. En todo lo demás éramos muy diferentes, muchas veces opuestos, jamás afines. Pero ¿qué importaba todo lo demás? Leer, comer, follar… ¿qué era, qué es lo demás?.

Nos separó la vida, eso que unos llaman matemático azar y otros escrito destino. Cuando nos encontramos de nuevo, mucho años después, tal vez también por culpa del engañoso azar o el truculento destino, nuestras escasas afinidades al parecer habían cambiado. Decías que te aburría leer y cocinar, picoteabas de un ebook igual que de los platillos arbitrarios de los restaurantes chorrifláuticos que visitabas sin hambre y estabas además “felizmente casada” con un informático inglés de costumbres sexuales tan amenas como una línea de códigos ascii. Se imponía el “holayadios”, la excusa de las prisas, de reuniones, tareas y obligaciones inaplazables, el “yatellamaréundiadeestos”, alejarnos con educación y falso cariño cada cual a su vida tan distinta. Pero no me resistí a abrirme la gabardina y enseñar mis vergüenzas preguntando: -¿leíste a Beryl Markham?, ha sacado Libros del Asteroide “Al oeste con la noche”- y luego: hice para comer hojaldritos de queso, sube y te doy un taper para que te lleves unos cuantos a tu casa, vivo aquí al lado, en la glorieta. Tal vez fuera el liante azar o el literario destino, pero dijiste no haber leído a Beryl y que seguían siendo tu debilidad los hojaldres de quesos variados.

Y aquí estás, encima de la cama, tras acabar con todos mis hojaldres pero no con todo mi deseo, terminando de leer “Al oeste con la noche” justo cuando comienza a amanecer y yo me caigo de sueño y de ganas de volver otra vez a descubrir que no tenemos nada en común, jamás afines, ni coincidentes, ni semejantes, salvo en lo que nos gusta leer, comer y toquetear del otro cuerpo.

Luego me has dicho que te irás a comer con tu marido mundano y exitoso al restaurante gastrotópico que toque y leerás en un libro de plástico cualquier cosa de las mil Alejandrías que guarda su memoria de silicio sin alma.

Pero yo ya estoy rebuscando en la librería de enfrente otro libro posible, en mi memoria de glotón otro guiso de entonces y en un Kamasutra viejo, edición de bolsillo y de segunda mano, esa posturita rara que te gustaba tanto y yo he olvidado. Porque todo está en los libros y si no está seguro que son cosas que no importan demasiado.


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