Masa de
hojaldre trabajada con mimo y buena mantequilla, que corto en pequeños cuadraditos
para encerrar luego dentro, y sin mucha ceremonia, pedazos de quesos variados,
Gorgonzola, Mahón, Brie, Ibor de cabra… Horneo, doro, saco del infierno y dejo
enfriar los hojaldritos.
Te gustaba
leer hasta muy tarde. Muchas veces comenzaba a amanecer cuando cerrabas el
libro y te metías en el sueño como si fuera otro libro en el que continuar
ficciones. Te habías leído varias bibliotecas de Alejandría en sucesivas vidas
aunque en esta que a mi me tocaba en suerte apenas tuvieras veinte años. Al
menos yo no te hablé nunca de un libro recién descubierto que tú ya no te
hubieras leído, ya fuera una renegrida y sobada edición de Austral comprada en
Moyano o una rareza, de mínima tirada, recién salida de una marginal editorial
de provincias de un autor desconocido hasta por su santa madre. Tu memoria era
precisa y minuciosa y tu gusto como lectora muy parecido al mío. Aunque yo me
negase a abandonar un libro por tu consejo o a comenzar otro por tu apasionada
recomendación, una y otra vez comprobaba asombrado que tus gustos eran
idénticos a los míos en la literatura, también en la cocina y en el sexo. En
todo lo demás éramos muy diferentes, muchas veces opuestos, jamás afines. Pero
¿qué importaba todo lo demás? Leer, comer, follar… ¿qué era, qué es lo demás?.
Nos separó la
vida, eso que unos llaman matemático azar
y otros escrito destino. Cuando nos
encontramos de nuevo, mucho años después, tal vez también por culpa del engañoso
azar o el truculento destino, nuestras escasas afinidades al parecer habían
cambiado. Decías que te aburría leer y cocinar, picoteabas de un ebook igual
que de los platillos arbitrarios de los restaurantes chorrifláuticos que
visitabas sin hambre y estabas además “felizmente casada” con un informático inglés
de costumbres sexuales tan amenas como una línea de códigos ascii. Se imponía
el “holayadios”, la excusa de las prisas, de reuniones, tareas y obligaciones
inaplazables, el “yatellamaréundiadeestos”, alejarnos con educación y falso
cariño cada cual a su vida tan distinta. Pero no me resistí a abrirme la
gabardina y enseñar mis vergüenzas preguntando: -¿leíste a Beryl Markham?, ha sacado Libros del Asteroide “Al oeste con
la noche”- y luego: hice para comer
hojaldritos de queso, sube y te doy un taper para que te lleves unos cuantos a
tu casa, vivo aquí al lado, en la glorieta. Tal vez fuera el liante azar o
el literario destino, pero dijiste no haber leído a Beryl y que seguían siendo
tu debilidad los hojaldres de quesos variados.
Y aquí estás,
encima de la cama, tras acabar con todos mis hojaldres pero no con todo mi
deseo, terminando de leer “Al oeste con la noche” justo cuando comienza a
amanecer y yo me caigo de sueño y de ganas de volver otra vez a descubrir que no
tenemos nada en común, jamás afines, ni coincidentes, ni semejantes, salvo en
lo que nos gusta leer, comer y toquetear del otro cuerpo.
Luego me has
dicho que te irás a comer con tu marido mundano y exitoso al restaurante
gastrotópico que toque y leerás en un libro de plástico cualquier cosa de las
mil Alejandrías que guarda su memoria de silicio sin alma.
Pero yo ya
estoy rebuscando en la librería de enfrente otro libro posible, en mi memoria
de glotón otro guiso de entonces y en un Kamasutra viejo, edición de bolsillo y de segunda mano,
esa posturita rara que te gustaba tanto y yo he olvidado. Porque todo está en
los libros y si no está seguro que son cosas que no importan demasiado.
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