(Foto de Murat Suyur)
Fríes en buen
aceite unos pimientos verdes y sobre ellos rallas un poco de mojama de
almadraba.
Espolvoreas
sobre el huevo frito un poco de pimienta blanca recién molina.
Te recorres
media ciudad para comprar un pan de verdad bueno.
Añades al
hacer el salmorejo en el vaso batidor un puñado de almendras crudas y un puñado
de tomates secos a los que hemos revivido antes en poco de aceite y el guiso
cambia sin haber traicionado su alma, su intención, su tradición. No hace falta
deconstruir nada, ni añadir ninguna exótica frutilla, ninguna rara sal para
epatar al comensal o comensala sobre nuestras artes y nuestra erudición
guisófila y mundana.
Al sexo igual,
no hace falta echarle ningún esfuerzo tántrico ni empeñarnos en la postura del
loto abierto, ni comprarnos un mini consolador azul corinto con forma de babosa
que complemente nuestro gusanito.
Con añadirle al
sexo, un poco antes, unas cervezas juntos y un plato de jamón es suficiente.
Es un desperdicio poner imaginación en la cocina o
en el sexo y quién sugiera esas mandangas es que no tiene de verdad apetito ni
deseo. Hay que aspirar a ser maestros en una docena de platos y posturas, platos
y posturas que hayan demostrado antes ser una maravilla para los comensales y
los amantes de dos o tres generaciones. Pero claro, somos curiosos y curiosas y
siempre vamos a andar enredando con novedades y sorpresas, rarezas y exotismos,
innovaciones e inventos. No podemos evitarlo, la carne es débil, que diría el
inquisidor.
Nota: Tu no lo
sabes, pero te digo todo esto para picarte, para que me des a probar mil
novedades y de mil formas enredemos con los cuerpos. Yo intento poner
imaginación en las palabras y me invento que soy conservador de paladar y de
ingle para que tu me convenzas de que hay que hacer ya la revolución, así en el
cielo de tu boca, como en la tierra de mis dedos.
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