(Picapica de salmorejos varios, cremas diversas y otros melindres en la Casa Roja por el cumple de Luis Felipe. A él y a Pituka agradezco el tiempo y el espacio bajo el roble)
Casi siempre
no necesitamos para sentirnos bien más que un poco de tiempo y un lugar desde
el que contemplar la línea del horizonte.
Hoy, bajo un
gran roble, en la hora del lubrican, aún ves las tenue línea de los Montes de
Toledo. Se levanta de pronto una brisa fuerte y fría. No quieres dedicar al fuego y a sus
rituales más de cinco minutos. Te sobra tiempo para extender entre dos
tortillas de trigo unos dados de tomate, un puñado de rúcula, unas tiras de
anguila ahumada y unos finos medallones de queso de cabra. Vuelta y
vuelta en la sartén para dorar el pan, dos cortes en cruz con el cuchillo giratorio y listo.
Vuelves
entonces bajo el árbol con esta quesadilla y una botella de Ribeiro casi helada
que beberás a morro. Y beberás también a morro lo que te queda de tarde y de
horizonte.
No necesitamos
casi nada para sentirnos bien aunque el consumo y sus fantasmas nos haya
convencido muchas veces de todo lo contrario. Lo más exclusivo, escaso,
suntuoso, precioso, único era al final esto, saborear una simple quesadilla,
beber la vida a morro bajo un hermoso roble, tener ante los ojos un atardecer
de verano en el instante justo en el que se transforma el aire caliente en una
brisa fresca.
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