En memoria del gran periodista Javier Valdez Cárdenas, asesinado en Culiacán (Sinaloa).
VII, 2
De nuevo San Francisco, después de tantos años. Mientras el avión va perdiendo altura, Pablo me cuenta que ha viajado poco. Es la primera vez que vengo a América. No da para viajar mucho un sueldo de seiscientos euros al mes. Dejamos a un lado la bahía. Puta crisis. Nunca hemos tenido en España una generación más dispuesta, abierta, libre y mejor preparada. Pero todos apostaron por el ladrillo hasta alicatar de mierda todas las playas y obligar a todos a vender su alma por una hipoteca. Y ahora esta generación de chavales y chavalas de lujo se tienen que largar a otra parte o tragar con contratos basura o hacer de niñera a un viejo baboso como yo. Pablo se encoge de hombros. Me cuenta que habló también con mi amigo Anthony Bourdain, que ha reservado habitaciones en un hotel que mi amigo le ha recomendado, que esta tarde estamos citados con alguien que conoció bien a la madre de Lucía. Joder con el crío, qué eficiencia, y eso que se alimenta de comida basura y cocacola.
Me pregunta de nuevo por la aventura del Barco Caníbal. Un éxito. Todo dios quería venir a cenar a nuestro tugurio. La gente se volvió loca. Llenamos el restaurante en todos los puertos del Mediterráneo en los que paramos aquel largo verano. Pero luego te cuento. Dime tú a quién veremos. La memoria deja su rastro, pero seguir sus pistas es difícil. ¿Cómo se llama el hotel? Adobe. Me dice el chico. Me río.
Atardece. Es el mismo André, el dueño del hotel, quien viene a buscarnos. El gran André. Mi amigo André. El cabrón de Anthony está en todo. Camino de su casa hablamos la lengua franca de los cocineros nómadas, una mezcla de italiano, francés, ingles y español de América. Es fácil toparse con su complejo hotelero y de restauración en muchas revistas de tendencia, de decoración o de arquitectura de cualquier parte del mundo. Los edificios son todos de una sola planta, de gruesos y frescos muros de adobe y tierra prensada con dibujos rojos y azules, encalados en un blanco deslumbrante por el sol de San Francisco. A un lado, en una pequeña hondonada natural, hay una extraña e inmensa piscina orgánica en la que nadan carpas gigantes y crecen plumas, espadañas, juncos y papiros. Una piscina transparente que no necesita cloro ni ningún otro potingue químico para mantenerse limpísima. El restaurante tiene uno de los muros totalmente acristalados con vistas al mar y a un espectacular bosque de cactus y los muros de la sala llenos de dibujos y bocetos auténticos de Remedios Varo. Pero las cocinas del restaurante parecen la nave Nostromo, todo acero, cristal y máquinas que ni yo sé para qué sirven. Vamos, André, no me digas que para hacer unos burritos necesitas tanta chatarra y tanto chisme espacial. Pocos saben que André Sánchez fue un espalda mojada en los setenta, que se envenenó fumigando sin mascarilla los campos de fresas de California, que se quemó las manos en la cocina sótano mugrienta de una cadena de restaurantes orientales de Nueva York cuyo dueño era en realidad un rico tejano racista que ahora es senador. Pocos sabemos que cada ladrillo de adobe que conforma este lugar admirable está fabricado con barro, con paja y con mucho sudor, mucha sangre y mucho esfuerzo. Es la prueba del sueño americano, me dice Pablo algo perplejo. Más bien del sueño mexicano, le replico. Amistad, lealtad, ayuda mutua para comprar una vieja roulotte de tercera mano desde la que cocinar y vender por unos centavos empanadas y tortillas a los suyos. Luego para pagar el alquiler de un tugurio en las afueras de Petaluma y convertir un anodino texmex en un restaurante de nueva cocina mejicana. Una cocina llena de aromas, frescor, verduras, pescados frescos, frutas en sazón, especias del sur... cuya fama se extendió en menos de tres años por el estado de California. Todo esto construido con el esfuerzo de André, de su mujer Lola, de sus tres hijos y con el dinero que le fueron prestando a lo largo de su aventura muchos de sus compañeros fumigadores, dinero que se llevaba trozos de vida robados por el veneno que utilizaban entonces en los campos de fresas que luego se vendían a dólar la cajita en los Walmart. Claro que te dejo plata, hermano. Ya me la devolverás, que tengas suerte. Jornaleros ilegales que ganaban doscientos pavos semanales por diez horas de trabajo. Al principio André les guisaba a los compañeros a pie de campo, en una sartén de hierro sobre un cámping gas. Esto está muy rico, hermano, como en casa. Seguro que si se lo vendes a los gringos haces más plata. Algo parecido, ochenta años antes, le había dicho un antropólogo yanki llamado Richard Evans Schultes a su abuela estando de paso en su pueblo, al otro lado de la frontera. André descubrió una foto de su abuela en un libro del tipo. La misma abuela Clara que se empeñó en ponerle aquel nombre francés a su primer nieto. André no podía fallar porque no se jugaba su dinero, sino el dinero y la sangre de más de cien compañeros que creyeron en su idea, su valentía y en sus guisos. El restaurantillo fue como un tiro. André era ambicioso y compró libros, leyó recetarios, rescató guisos aztecas y mayas gracias a Lucas, un profesor de secundaria de uno de sus hijos, que amaba su tierra mexicana, su pasado, su cocina y que había conocido también al famoso etnobotánico Schultes. El profesor le prestó su tesis doctoral sobre “la cocina azteca precolombina”, pero la brújula que guió sus experimentos culinarios y su éxito fue un viejo cuaderno escolar en donde la abuela Clara le dictaba al niño André sus guisos y platillos, cuando comenzó a sentir que le fallaba la memoria.
El restaurante pudo ser reformado y mejorado, comenzó a salir en la revista Gourmet, en Food & Wine, Saveur, una reseña en Time y le dieron una y luego dos estrellas en la Guía Michelin. Con el dinero ahorrado durante diez años y las generosas aportaciones de empresarios de Silicon Valley fanáticos de su cocina, André construyó este sueño en medio de la nada. Yo conocí al cocinero cuando ya era un chef famoso, rico y admirado en toda América. Había comenzado un programa de televisión de cocina apadrinado nada menos que por Julia Child. Yo huía de España, de la tristeza tras la desaparición del Barco Caníbal y el abandono de mi primera mujer. Acababa de vivir dos sueños maravillosos e imposibles para la mayoría de los mortales con poco más de veinte años, y perderlos de pronto era muy difícil de tragar. El bueno de André, el jornalero André, el espalda mojada André, el gran cocinero André que dominaba por igual el secreto del adobe que el arte de resucitar recetas que llevaban dormidas en la historia de la cocina del mundo más de quinientos años, pegó con cariño los trozos de aquel hombre de barro, paja y agua que era yo. Me ofreció trabajo en su cocina, una buena paga, una buena habitación, unos chupitos de tequila artesana al final de cada día y amistad a lo largo. André, una noche, sin ninguna coartada de tequilas, mientras ayudaba a reformar con sus manos este restaurante, me contó todo aquello, su dura vida, sus compañeros fumigadores y recolectores ahora ya muchos muertos o enfermos de cáncer o de asma y bronquitis crónica y sin seguro sanitario. De esos amigos que le prestaron sus ahorros para construir su pequeño e incierto sueño. Entonces entendiste por qué, a veces, aunque segundos antes el maître acababa de disculparse por no tener esa noche mesa para un asesor del gobernador o cualquier otro vip, aunque minutos antes hubiera tenido que colocar a Steve Jobs en una de las peores mesas del interior, sin embargo, a esa pareja de ancianos vestidos con ropas baratas de domingo, él no demasiado bien afeitado, ella bastante fea, con unas manos ásperas que no parecían las de una mujer sino las manazas de un viejo estibador de puerto, por qué a ellos, a pesar de estar el restaurante completo, les sienta en la mejor mesa del local, esa mesa grande y redonda que está junto al ventanal, desde la que se ve el desierto, el bosque de cactus y un horizonte azul infinito que se funde con el Pacífico. Por qué a ellos el maître les trata como si fueran el presidente y señora y les saca el mejor tequila reposado de aperitivo con un poco de beluga sobre una tortilla caliente perfumada con mole poblano y luego una copa de ese château de a dos mil dólares la botella. Entiendes por qué salé el gran chef a abrazar al viejo, a besar a la mujerona. Eran Felipe y su señora. Parecen viejos pero tienen menos años que yo. Son amigos de entonces. De aquel entonces, de cuando yo no era nadie. Pero ellos creyeron en mi sueño. Eso te contará después. No necesita más palabras. Entiendes, chocáis los vasitos de tequila. Por los amigos.
Amistad a lo largo. André nos enseña el nuevo hotel. Apenas treinta habitaciones, también construido en adobe según la técnica de los indios pueblo y sin embargo de líneas muy modernas y futuristas, salido del estudio de Sir Foster. El Sir y Helenita, su señora, vienen de cuando en cuando. Le conté mi idea al Sir y me dijo que sí. Hablamos del adobe y sus secretos. Un gran tipo Foster. La parte nueva del hotel apenas tiene dos años y ya está en todos los libros de arquitectura. Nos instala en una suite. Pablo está entusiasmado por el sitio, las vistas, la personalidad de mi amigo André. Cada habitación tiene su propio aljibe orgánico y su jardín de cactus. El techo hace una extraña bóveda. El suelo está cubierto de toscas losas de cerámica parda que sin embargo parecen ajustarse como en un puzzle. El colchón se apoya en un canapé de piedra del desierto muy pulida. Qué chulo, tío, dice Pablo. Esto es la hostia, los ricos como viven. El atardecer se cuela por la cristalera. Le digo al chico que pise cuatro segundos la loseta azul que hay en la esquina. Entonces se van apagando las luces y se siente una leve vibración. La mitad del techo se mueve, va desapareciendo, solapado sobre la otra mitad hasta dejar la habitación a la intemperie, bajo este cielo de un anaranjado suave que va cambiando al azul rojizo las estrellas comienzan a brillar. Pablo se tira en la cama y se queda embobado. Yo me quito la ropa, abro el ventanal que da a la piscina natural y me sumerjo en el agua fría, siento nadar los peces a mi lado, cierro los ojos, descubro que tengo en mi cabeza muchos recuerdos de entonces. Aún tengo tiempo. ¿Cuánto?
Nos vestimos de vaqueros y camiseta para cenar con André en el comedor de los cocineros. Pablo ha estado hablando por teléfono con nuestro contacto, alguien que conoció a la madre de Lucía cuando estuvo aquí en América. Antes de salir recibo una llamada de Jean Pierre Magrit. Me cuenta el lío que ha montado mi protegida en París. Te mando los enlaces de los periódicos para que veas. No recuerdo una crítica tan buena del sádico Jean-Claude Ribaut y del capullazo de François Simón en los periódicos. Esta chiquilla tuya es la bomba. Salgo de la habitación. Hace una noche sin luna, llena de estrellas. Llamo a Lucía. Me han dicho que te sienta bien París y que aprendes muy rápido los trucos del oficio, chef. Silencio. Piensa qué responderme. Me espero alguna bordería. Hola, Linneo. Qué alegría escucharte. Vuelve el silencio. Se escucha música de fondo. Ella está allí, muy lejos, tirada un momento en la cama redonda, pensando que todo va demasiado deprisa, pero Lucía quiere que todo vaya aún más de prisa. Hoy ha sido un día feliz. A ti puedo contártelo. Tenías razón. Necesitaba salir de Níjar para saber que debo volver a Níjar. Bueno, te dejo, que tenemos fiesta en casa. Hoy no me cuentes nada de madre porque si no me voy a cabrear. Cuéntame todo cuando vuelvas. O cuando vuelva yo. Un beso, viejo.
André ha montado una mesa grande en la parte de atrás. Corre una brisa a veces fresca, a veces cálida, según el viento sople desde el mar o desde el desierto. Antes he preguntado a Pablo cómo ha podido encontrar tan rápido a alguien que había conocido a la madre de Lucía. Ha sido muy fácil, encontré en Internet un artículo del año ochenta y dos publicado por Carmen Tomé y L. Perrault Smith, un profesor de Física de Berkeley: “Posibilidades matemáticas de una computadora cuántica”. Del artículo no he entendido ni jota pero me he metido en la web de la universidad y el tipo seguía siendo profesor, y además es director de una empresa filial de Apple llamada Alpha Limit, con un valor aproximado de cien millones de dólares y eso que aún no fabrican nada. Esto es América. Por lo visto sigue investigando todo ese rollo de los ordenadores cuánticos. Bueno. He localizado su teléfono, le he llamado y como vive aquí al lado, a unos cien kilómetros y le he dicho que estábamos hospedados en el Adobe de Petaluma, se ha entusiasmado. Es cliente habitual de tu amigo André.
Ya están todos sentados en la mesa: Pablo, Javier Valdez, Lucas, el profesor, el antropólogo amigo de André experto en cocina azteca, el que fue profesor de la madre de Lucía, el mismo cocinero. André, hace unas horas estaba viendo amanecer en Níjar y ahora estoy aquí, tan lejos, rebuscando en el pasado de una muchacha, persiguiendo los vacíos de su memoria, precisamente yo que voy perdiendo día a día la mía. Sin embargo, esta búsqueda me ha permitido volver a ver a mi viejo amigo y a sentir que sigo teniendo mucha de mi memoria más o menos intacta. Carmen Tomé, a la vez cantinera de un chiringuito de playa y joven investigadora que busca la forma de multiplicar casi por infinito la limitada memoria de un ordenador. A la vez madre de pueblo y universitaria admirada entre los locos que hicieron nacer el Silicon Valley. ¿Qué te hizo cambiar una vida por otra? ¿Qué nos hace dejarlo todo y comenzar de nuevo?
El profesor se llama Lee y parece unos de esos santones hindúes de greñas largas y descuidadas y barbas blancas a juego si no fuera por sus Converse, sus vaqueros Diesel, su desteñido polo verde de Tommy Hilfiger. Hablan en español. Al amigo de André le conozco. Se llama Lucas Freud. El tipo rondará ya los setenta, pero tiene cuerpo de superhéroe, musculoso, bronceado, con un tupido cabello blanco cortado a cepillo. Hombre, si ha venido para verme hasta Indiana Jones. Él se levanta y me abraza, me estruja entre sus músculos de acero. Ha sido un anónimo profesor de instituto durante casi cuarenta años, pero también un antropólogo vagabundo por toda América del Sur, admirador de Schultes, que se atrevió hasta a buscar el rastro de Paitití o la ciudad perdida de Zeta, como la llamó Percival Harrison Fawcett antes de desaparecer para siempre en el Matto Groso brasileño. Lee Perrault parece haber hecho buenas migas con Pablo. Es mi cuidador quien nos presenta. Bueno, aquí tiene a su hombre. Él conoció bien a la madre de Lucía. André pide la bebida a sus camareros. Nos traen un pisco sour helado, casi granizado, que deja en la garganta un sabor a la vez ácido y mentolado. Es por un limoncillo salvaje peruano que nos trajo hace tiempo tu amigo Indiana Jones. Y para picar nos pone a cada uno unas pequeñas brochetas con chapulines confitados en ají amarillo y caramelizados para que estén crujientes. Todos los comen sin ascos. Solo Pablo espera a ver cómo masticamos con apetito los saltamontes para mordisquear un poco la cabecita de ellos. André les habla de mí, de mis guisos, de que yo fui su maestro de la cocina de la madre patria. Pero él y yo sabemos que eso no es cierto. Fue André quién me descubrió los secretos de los moles, los ajís, las patatas azules, las verduras salvajes del desierto o de las raras frutas de la selva Lacandona.
La mesa está cubierta con un bonito y viejo mantel de lino con dibujos aztecas. Los platos parecen de cerámica primitiva y están vidriados con colores intensos. Nos abren un vino tinto y joven de California y comienzan a sacar platillos con tiraditos, flores de garambullo rellenos con escamoles, xöhues del valle del Mezquital, pequeñas ensaladas muy frescas de nopales con rodajas de jitomates, piruletas picantes de himicuiles, tacos de ardilla pibil, albóndigas de quelites... Así que tu pupila ha revolucionado París, suelta André. Ya sabes que hoy en el mundo las buenas y las malas noticias se saben al instante y más en este mundo de cabrones cocinillas. El cocinero apura su tercer pisco. Siendo hija de Carmen Tomé no me extraña, dice el profesor de física cuántica.
Devoramos los guisos, apuramos los vinos. Traen entonces una gran pierna de puerco asada muy despacio durante la noche entera, al estilo canario, y multitud de pequeños cuencos con salsas de colores. André va trinchando la carne con maestría. El sabor es intenso y suave, la carne es a la vez jugosa y ligera. No necesita salsa alguna, su sabor es exquisito, pero mojamos los pedazos de carne con unos pincelitos y su sabor cambia: se hace más dulce o más picante o más fresco o más ácido. Lee Perrault, en silencio, traga grandes pedazos sin parar de alabar el asado. Lucas Freud, alias Indiana, se levanta y desaparece en la cocina para prepararnos unos sorbetes con las extrañas frutas que ha descubierto en su último viaje al Amazonas. Solo después, una vez trasegado un granizado de cupuazú y una nueva vainilla ahumada, el profesor comienza a hablar de una mujer extraordinaria que nadie de los presentes conoció.
Y es Javier Valdez, que está haciendo una investigación sobre la situación de los jornaleros recogedores de fresas, quién evoca. Entonces pocos imaginaban en qué se convertiría este demencial Silicon Valley. Solo los escritores de ciencia ficción y cuatro locos comenzaban a imaginar una nueva sociedad. Y menos aún teníamos la certeza de que todo estaría interconectado gracias a una tela de araña tecnológica llamada Internet. Entre estos pocos locos no estaba yo, pero sí Carmen Tomé, la madre de su amiga Lucía.
(De: "Olvido en Salsa" Inédito)
VII, 2
De nuevo San Francisco, después de tantos años. Mientras el avión va perdiendo altura, Pablo me cuenta que ha viajado poco. Es la primera vez que vengo a América. No da para viajar mucho un sueldo de seiscientos euros al mes. Dejamos a un lado la bahía. Puta crisis. Nunca hemos tenido en España una generación más dispuesta, abierta, libre y mejor preparada. Pero todos apostaron por el ladrillo hasta alicatar de mierda todas las playas y obligar a todos a vender su alma por una hipoteca. Y ahora esta generación de chavales y chavalas de lujo se tienen que largar a otra parte o tragar con contratos basura o hacer de niñera a un viejo baboso como yo. Pablo se encoge de hombros. Me cuenta que habló también con mi amigo Anthony Bourdain, que ha reservado habitaciones en un hotel que mi amigo le ha recomendado, que esta tarde estamos citados con alguien que conoció bien a la madre de Lucía. Joder con el crío, qué eficiencia, y eso que se alimenta de comida basura y cocacola.
Me pregunta de nuevo por la aventura del Barco Caníbal. Un éxito. Todo dios quería venir a cenar a nuestro tugurio. La gente se volvió loca. Llenamos el restaurante en todos los puertos del Mediterráneo en los que paramos aquel largo verano. Pero luego te cuento. Dime tú a quién veremos. La memoria deja su rastro, pero seguir sus pistas es difícil. ¿Cómo se llama el hotel? Adobe. Me dice el chico. Me río.
Atardece. Es el mismo André, el dueño del hotel, quien viene a buscarnos. El gran André. Mi amigo André. El cabrón de Anthony está en todo. Camino de su casa hablamos la lengua franca de los cocineros nómadas, una mezcla de italiano, francés, ingles y español de América. Es fácil toparse con su complejo hotelero y de restauración en muchas revistas de tendencia, de decoración o de arquitectura de cualquier parte del mundo. Los edificios son todos de una sola planta, de gruesos y frescos muros de adobe y tierra prensada con dibujos rojos y azules, encalados en un blanco deslumbrante por el sol de San Francisco. A un lado, en una pequeña hondonada natural, hay una extraña e inmensa piscina orgánica en la que nadan carpas gigantes y crecen plumas, espadañas, juncos y papiros. Una piscina transparente que no necesita cloro ni ningún otro potingue químico para mantenerse limpísima. El restaurante tiene uno de los muros totalmente acristalados con vistas al mar y a un espectacular bosque de cactus y los muros de la sala llenos de dibujos y bocetos auténticos de Remedios Varo. Pero las cocinas del restaurante parecen la nave Nostromo, todo acero, cristal y máquinas que ni yo sé para qué sirven. Vamos, André, no me digas que para hacer unos burritos necesitas tanta chatarra y tanto chisme espacial. Pocos saben que André Sánchez fue un espalda mojada en los setenta, que se envenenó fumigando sin mascarilla los campos de fresas de California, que se quemó las manos en la cocina sótano mugrienta de una cadena de restaurantes orientales de Nueva York cuyo dueño era en realidad un rico tejano racista que ahora es senador. Pocos sabemos que cada ladrillo de adobe que conforma este lugar admirable está fabricado con barro, con paja y con mucho sudor, mucha sangre y mucho esfuerzo. Es la prueba del sueño americano, me dice Pablo algo perplejo. Más bien del sueño mexicano, le replico. Amistad, lealtad, ayuda mutua para comprar una vieja roulotte de tercera mano desde la que cocinar y vender por unos centavos empanadas y tortillas a los suyos. Luego para pagar el alquiler de un tugurio en las afueras de Petaluma y convertir un anodino texmex en un restaurante de nueva cocina mejicana. Una cocina llena de aromas, frescor, verduras, pescados frescos, frutas en sazón, especias del sur... cuya fama se extendió en menos de tres años por el estado de California. Todo esto construido con el esfuerzo de André, de su mujer Lola, de sus tres hijos y con el dinero que le fueron prestando a lo largo de su aventura muchos de sus compañeros fumigadores, dinero que se llevaba trozos de vida robados por el veneno que utilizaban entonces en los campos de fresas que luego se vendían a dólar la cajita en los Walmart. Claro que te dejo plata, hermano. Ya me la devolverás, que tengas suerte. Jornaleros ilegales que ganaban doscientos pavos semanales por diez horas de trabajo. Al principio André les guisaba a los compañeros a pie de campo, en una sartén de hierro sobre un cámping gas. Esto está muy rico, hermano, como en casa. Seguro que si se lo vendes a los gringos haces más plata. Algo parecido, ochenta años antes, le había dicho un antropólogo yanki llamado Richard Evans Schultes a su abuela estando de paso en su pueblo, al otro lado de la frontera. André descubrió una foto de su abuela en un libro del tipo. La misma abuela Clara que se empeñó en ponerle aquel nombre francés a su primer nieto. André no podía fallar porque no se jugaba su dinero, sino el dinero y la sangre de más de cien compañeros que creyeron en su idea, su valentía y en sus guisos. El restaurantillo fue como un tiro. André era ambicioso y compró libros, leyó recetarios, rescató guisos aztecas y mayas gracias a Lucas, un profesor de secundaria de uno de sus hijos, que amaba su tierra mexicana, su pasado, su cocina y que había conocido también al famoso etnobotánico Schultes. El profesor le prestó su tesis doctoral sobre “la cocina azteca precolombina”, pero la brújula que guió sus experimentos culinarios y su éxito fue un viejo cuaderno escolar en donde la abuela Clara le dictaba al niño André sus guisos y platillos, cuando comenzó a sentir que le fallaba la memoria.
El restaurante pudo ser reformado y mejorado, comenzó a salir en la revista Gourmet, en Food & Wine, Saveur, una reseña en Time y le dieron una y luego dos estrellas en la Guía Michelin. Con el dinero ahorrado durante diez años y las generosas aportaciones de empresarios de Silicon Valley fanáticos de su cocina, André construyó este sueño en medio de la nada. Yo conocí al cocinero cuando ya era un chef famoso, rico y admirado en toda América. Había comenzado un programa de televisión de cocina apadrinado nada menos que por Julia Child. Yo huía de España, de la tristeza tras la desaparición del Barco Caníbal y el abandono de mi primera mujer. Acababa de vivir dos sueños maravillosos e imposibles para la mayoría de los mortales con poco más de veinte años, y perderlos de pronto era muy difícil de tragar. El bueno de André, el jornalero André, el espalda mojada André, el gran cocinero André que dominaba por igual el secreto del adobe que el arte de resucitar recetas que llevaban dormidas en la historia de la cocina del mundo más de quinientos años, pegó con cariño los trozos de aquel hombre de barro, paja y agua que era yo. Me ofreció trabajo en su cocina, una buena paga, una buena habitación, unos chupitos de tequila artesana al final de cada día y amistad a lo largo. André, una noche, sin ninguna coartada de tequilas, mientras ayudaba a reformar con sus manos este restaurante, me contó todo aquello, su dura vida, sus compañeros fumigadores y recolectores ahora ya muchos muertos o enfermos de cáncer o de asma y bronquitis crónica y sin seguro sanitario. De esos amigos que le prestaron sus ahorros para construir su pequeño e incierto sueño. Entonces entendiste por qué, a veces, aunque segundos antes el maître acababa de disculparse por no tener esa noche mesa para un asesor del gobernador o cualquier otro vip, aunque minutos antes hubiera tenido que colocar a Steve Jobs en una de las peores mesas del interior, sin embargo, a esa pareja de ancianos vestidos con ropas baratas de domingo, él no demasiado bien afeitado, ella bastante fea, con unas manos ásperas que no parecían las de una mujer sino las manazas de un viejo estibador de puerto, por qué a ellos, a pesar de estar el restaurante completo, les sienta en la mejor mesa del local, esa mesa grande y redonda que está junto al ventanal, desde la que se ve el desierto, el bosque de cactus y un horizonte azul infinito que se funde con el Pacífico. Por qué a ellos el maître les trata como si fueran el presidente y señora y les saca el mejor tequila reposado de aperitivo con un poco de beluga sobre una tortilla caliente perfumada con mole poblano y luego una copa de ese château de a dos mil dólares la botella. Entiendes por qué salé el gran chef a abrazar al viejo, a besar a la mujerona. Eran Felipe y su señora. Parecen viejos pero tienen menos años que yo. Son amigos de entonces. De aquel entonces, de cuando yo no era nadie. Pero ellos creyeron en mi sueño. Eso te contará después. No necesita más palabras. Entiendes, chocáis los vasitos de tequila. Por los amigos.
Amistad a lo largo. André nos enseña el nuevo hotel. Apenas treinta habitaciones, también construido en adobe según la técnica de los indios pueblo y sin embargo de líneas muy modernas y futuristas, salido del estudio de Sir Foster. El Sir y Helenita, su señora, vienen de cuando en cuando. Le conté mi idea al Sir y me dijo que sí. Hablamos del adobe y sus secretos. Un gran tipo Foster. La parte nueva del hotel apenas tiene dos años y ya está en todos los libros de arquitectura. Nos instala en una suite. Pablo está entusiasmado por el sitio, las vistas, la personalidad de mi amigo André. Cada habitación tiene su propio aljibe orgánico y su jardín de cactus. El techo hace una extraña bóveda. El suelo está cubierto de toscas losas de cerámica parda que sin embargo parecen ajustarse como en un puzzle. El colchón se apoya en un canapé de piedra del desierto muy pulida. Qué chulo, tío, dice Pablo. Esto es la hostia, los ricos como viven. El atardecer se cuela por la cristalera. Le digo al chico que pise cuatro segundos la loseta azul que hay en la esquina. Entonces se van apagando las luces y se siente una leve vibración. La mitad del techo se mueve, va desapareciendo, solapado sobre la otra mitad hasta dejar la habitación a la intemperie, bajo este cielo de un anaranjado suave que va cambiando al azul rojizo las estrellas comienzan a brillar. Pablo se tira en la cama y se queda embobado. Yo me quito la ropa, abro el ventanal que da a la piscina natural y me sumerjo en el agua fría, siento nadar los peces a mi lado, cierro los ojos, descubro que tengo en mi cabeza muchos recuerdos de entonces. Aún tengo tiempo. ¿Cuánto?
Nos vestimos de vaqueros y camiseta para cenar con André en el comedor de los cocineros. Pablo ha estado hablando por teléfono con nuestro contacto, alguien que conoció a la madre de Lucía cuando estuvo aquí en América. Antes de salir recibo una llamada de Jean Pierre Magrit. Me cuenta el lío que ha montado mi protegida en París. Te mando los enlaces de los periódicos para que veas. No recuerdo una crítica tan buena del sádico Jean-Claude Ribaut y del capullazo de François Simón en los periódicos. Esta chiquilla tuya es la bomba. Salgo de la habitación. Hace una noche sin luna, llena de estrellas. Llamo a Lucía. Me han dicho que te sienta bien París y que aprendes muy rápido los trucos del oficio, chef. Silencio. Piensa qué responderme. Me espero alguna bordería. Hola, Linneo. Qué alegría escucharte. Vuelve el silencio. Se escucha música de fondo. Ella está allí, muy lejos, tirada un momento en la cama redonda, pensando que todo va demasiado deprisa, pero Lucía quiere que todo vaya aún más de prisa. Hoy ha sido un día feliz. A ti puedo contártelo. Tenías razón. Necesitaba salir de Níjar para saber que debo volver a Níjar. Bueno, te dejo, que tenemos fiesta en casa. Hoy no me cuentes nada de madre porque si no me voy a cabrear. Cuéntame todo cuando vuelvas. O cuando vuelva yo. Un beso, viejo.
André ha montado una mesa grande en la parte de atrás. Corre una brisa a veces fresca, a veces cálida, según el viento sople desde el mar o desde el desierto. Antes he preguntado a Pablo cómo ha podido encontrar tan rápido a alguien que había conocido a la madre de Lucía. Ha sido muy fácil, encontré en Internet un artículo del año ochenta y dos publicado por Carmen Tomé y L. Perrault Smith, un profesor de Física de Berkeley: “Posibilidades matemáticas de una computadora cuántica”. Del artículo no he entendido ni jota pero me he metido en la web de la universidad y el tipo seguía siendo profesor, y además es director de una empresa filial de Apple llamada Alpha Limit, con un valor aproximado de cien millones de dólares y eso que aún no fabrican nada. Esto es América. Por lo visto sigue investigando todo ese rollo de los ordenadores cuánticos. Bueno. He localizado su teléfono, le he llamado y como vive aquí al lado, a unos cien kilómetros y le he dicho que estábamos hospedados en el Adobe de Petaluma, se ha entusiasmado. Es cliente habitual de tu amigo André.
Ya están todos sentados en la mesa: Pablo, Javier Valdez, Lucas, el profesor, el antropólogo amigo de André experto en cocina azteca, el que fue profesor de la madre de Lucía, el mismo cocinero. André, hace unas horas estaba viendo amanecer en Níjar y ahora estoy aquí, tan lejos, rebuscando en el pasado de una muchacha, persiguiendo los vacíos de su memoria, precisamente yo que voy perdiendo día a día la mía. Sin embargo, esta búsqueda me ha permitido volver a ver a mi viejo amigo y a sentir que sigo teniendo mucha de mi memoria más o menos intacta. Carmen Tomé, a la vez cantinera de un chiringuito de playa y joven investigadora que busca la forma de multiplicar casi por infinito la limitada memoria de un ordenador. A la vez madre de pueblo y universitaria admirada entre los locos que hicieron nacer el Silicon Valley. ¿Qué te hizo cambiar una vida por otra? ¿Qué nos hace dejarlo todo y comenzar de nuevo?
El profesor se llama Lee y parece unos de esos santones hindúes de greñas largas y descuidadas y barbas blancas a juego si no fuera por sus Converse, sus vaqueros Diesel, su desteñido polo verde de Tommy Hilfiger. Hablan en español. Al amigo de André le conozco. Se llama Lucas Freud. El tipo rondará ya los setenta, pero tiene cuerpo de superhéroe, musculoso, bronceado, con un tupido cabello blanco cortado a cepillo. Hombre, si ha venido para verme hasta Indiana Jones. Él se levanta y me abraza, me estruja entre sus músculos de acero. Ha sido un anónimo profesor de instituto durante casi cuarenta años, pero también un antropólogo vagabundo por toda América del Sur, admirador de Schultes, que se atrevió hasta a buscar el rastro de Paitití o la ciudad perdida de Zeta, como la llamó Percival Harrison Fawcett antes de desaparecer para siempre en el Matto Groso brasileño. Lee Perrault parece haber hecho buenas migas con Pablo. Es mi cuidador quien nos presenta. Bueno, aquí tiene a su hombre. Él conoció bien a la madre de Lucía. André pide la bebida a sus camareros. Nos traen un pisco sour helado, casi granizado, que deja en la garganta un sabor a la vez ácido y mentolado. Es por un limoncillo salvaje peruano que nos trajo hace tiempo tu amigo Indiana Jones. Y para picar nos pone a cada uno unas pequeñas brochetas con chapulines confitados en ají amarillo y caramelizados para que estén crujientes. Todos los comen sin ascos. Solo Pablo espera a ver cómo masticamos con apetito los saltamontes para mordisquear un poco la cabecita de ellos. André les habla de mí, de mis guisos, de que yo fui su maestro de la cocina de la madre patria. Pero él y yo sabemos que eso no es cierto. Fue André quién me descubrió los secretos de los moles, los ajís, las patatas azules, las verduras salvajes del desierto o de las raras frutas de la selva Lacandona.
La mesa está cubierta con un bonito y viejo mantel de lino con dibujos aztecas. Los platos parecen de cerámica primitiva y están vidriados con colores intensos. Nos abren un vino tinto y joven de California y comienzan a sacar platillos con tiraditos, flores de garambullo rellenos con escamoles, xöhues del valle del Mezquital, pequeñas ensaladas muy frescas de nopales con rodajas de jitomates, piruletas picantes de himicuiles, tacos de ardilla pibil, albóndigas de quelites... Así que tu pupila ha revolucionado París, suelta André. Ya sabes que hoy en el mundo las buenas y las malas noticias se saben al instante y más en este mundo de cabrones cocinillas. El cocinero apura su tercer pisco. Siendo hija de Carmen Tomé no me extraña, dice el profesor de física cuántica.
Devoramos los guisos, apuramos los vinos. Traen entonces una gran pierna de puerco asada muy despacio durante la noche entera, al estilo canario, y multitud de pequeños cuencos con salsas de colores. André va trinchando la carne con maestría. El sabor es intenso y suave, la carne es a la vez jugosa y ligera. No necesita salsa alguna, su sabor es exquisito, pero mojamos los pedazos de carne con unos pincelitos y su sabor cambia: se hace más dulce o más picante o más fresco o más ácido. Lee Perrault, en silencio, traga grandes pedazos sin parar de alabar el asado. Lucas Freud, alias Indiana, se levanta y desaparece en la cocina para prepararnos unos sorbetes con las extrañas frutas que ha descubierto en su último viaje al Amazonas. Solo después, una vez trasegado un granizado de cupuazú y una nueva vainilla ahumada, el profesor comienza a hablar de una mujer extraordinaria que nadie de los presentes conoció.
Y es Javier Valdez, que está haciendo una investigación sobre la situación de los jornaleros recogedores de fresas, quién evoca. Entonces pocos imaginaban en qué se convertiría este demencial Silicon Valley. Solo los escritores de ciencia ficción y cuatro locos comenzaban a imaginar una nueva sociedad. Y menos aún teníamos la certeza de que todo estaría interconectado gracias a una tela de araña tecnológica llamada Internet. Entre estos pocos locos no estaba yo, pero sí Carmen Tomé, la madre de su amiga Lucía.
(De: "Olvido en Salsa" Inédito)
No hay comentarios:
Publicar un comentario