Llevaba la foto y otras pocas fotos de los campos. Entonces no sabía el nombre del chaval cargado con la manta y el
borrego. Luego sí. Quiero escribirlo aquí: Jesús Torrano, como él doscientos mil. Acabaron encerrados y llenos
de viento, arena húmeda, frío y piojos en las playas de Francia. ¿Porqué me parecen y son tan de hoy estas fotos? Pero yo iba cómodo, tenía
dinero, era Europeo, no me encerrarían. Había comenzado a escribir “los últimos hijos del lince” y era la primera vez que iba camino de la
playa de Argelès. También llevaba las palabras de Ramón J. Sender en la
“Crónica del Alba” de Alianza, que me regaló Reme un verano de los ochenta,
tampoco sabía que esa lectura sería inolvidable. En su novela había leído la primera descripción de aquellos días. Quería imaginar las alambradas
ahora invisibles y luego el rastro de Walter Benjamin y su maleta perdida, la
agonía de la tristeza de Manuel Azaña, recitar de memoria los versos de Antonio Machado en boca de
mi padre en una pradera salvaje, cerca de Collado, cuando yo tenía doce años.
Por todo eso viajaba hasta allí, a la frontera borrada, entonces arrogante, orgulloso, enamorado. No me avergüenza escribir de
aquellos días felices, del atracón de erizos y de suquet de langosta y
pollo que nos pegamos cerca de Girona, con nuestro primer sueldo de sociólogos,
trescientas mil pelas de entonces, nunca me he sentido tan rico como en el momento de ir a cobrar aquel maldito cheque. Al día siguiente nos
hicieron para cenar, cerca de Colliure, en una tasca pequeña, un pedazo de foie
a la plancha de un kilo, no exagero (yo nunca había comido "eso"), con una gran barra de pan exquisito que nos iban tostando a las brasas según lo
devorábamos y luego cuatro docenas de ostras mojadas con un Burdeos calentorro,
"cható-nosequé", dos botellas, que nos costaron más que la cena
entera.... y que aún saboreo. Dormimos en la playa, la misma en la que
encerraron a José Torrano. Él en la
intemperie, nosotros dentro de un enorme saco de plumón comprado en una ferretería de Santander. Encima de la arena, aquella arena que guardaba en cada pequeño
grano tanto olvido. Para mi no habrá suite más lujosa jamás. Hoy lo sé. No muy
lejos de allí, tal vez allí mismo, tantos españoles se habían muerto de
tristeza. Esa noche me sentí arropado, protegido por todos aquellos derrotados,
invisibles, encerrados, huidos, nuestros. Ella no sabía el porqué de dormir esa noche en la playa. No se lo
dije. Recuerdo el olor del mar aquel amanecer. Éramos tan
glotones para todo. No hay añoranza, solo sabores. Esa sensación de hambre por
todo, tan gozosa. Comer como entonces y no engordar. Me importaban un bledo las
militancias, lo confieso, pero no el placer, la felicidad, la plenitud, la
dicha de todos. Tal vez porque esa era la utopía más ambiciosa por la que lucharon. Casi nadie
los recordaba entonces. Brindamos por ellos con aquel burdeos tan caro, el mejor
de la carta. Por tantos Josés Garcés... Y por José Torrano, sin saber aún su nombre, y por el
“eterno viajar” que escribió Benjamin y por el apetito glotón de Azaña cuando
había esperanza y porque nunca, nunca, nunca perdiéramos el hambre de saber y de vivir, ni la memoria, ni la alegría.
Nunca perderla.
José Torrano, en 2009 |
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