Mi marido se ha marchado a trabajar hace una hora. Salgo a comprar
al supermercado y las veo allí, acurrucadas, a medias abrazadas, abrigadas con
una manta naranja y negra. Hay vaho en los cristales de pequeño Ford. De vuelta
de la compra toco el cristal. Digo, pasad a casa a desayunar. Les sonrío. Pero
me cuesta volver a salir. Poner mi cara más seria. Imaginar que son mis hijas.
Casi les grito ¡que se enfrían las tostadas!. Entran con timidez. Mi hijo
pequeño las saluda antes de coger la cartera y salir corriendo al cole. Les
dejo unas toallas grandes y nuevas sobre el radiador calienta toallas. Reviso
que el baño esté más o menos ordenado. Se duchan, me sonríen, hablamos de
cualquier cosa. Desayunan todo lo que les pongo. El café, las tostadas con
mermelada, el jamón y los huevos revueltos. Complicidad. Deben tener
veinticinco, tal vez menos. Yo acabo de llegar a los cincuenta. Debería
decirles, chicas, yo sigo siendo igual, la misma, a veces soy vosotras, me
sigue gustando viajar con poca cosa, conducir muchas horas, parar en cualquier
sitio. Ahora no sé como he llegado hasta aquí. Porqué tengo una casa, un
compañero, dos hijos, un trabajo. No me lo explico. No lo busqué. La casa de mi
infancia está a cientos de kilómetros de este pequeño pueblo. Me dan las
gracias. Sonríen. Dicen varias veces “de verdad, muchas gracias”. Vuelven al
coche. El motor tarda en arrancar. Me dicen adiós con la mano, como si fueran a
irse de nuevo muy lejos y no volviera a verlas. Siento que me voy con ellas.
Saboreo mi segundo café antes de encender el ordenador. Se acerca una tormenta.
La primera de abril. Huele el amor, aún queda su rastro en la cocina, puedo
detectarlo por encima del olor del pan tostado. Huelen sus vidas. Es de esos
olores que dan hambre, de esos que nos despiertan las ganas y nos borran el
cansancio de los días que pasan sin regalarnos nada.
Días después vuelvo a encontrarlas. Vuelven empapadas del
supermercado de la carretera. Me dicen que tengo que ir a su casa a comer
bizcocho. Lleva lloviendo en el pueblo una semana. Hay previsión de más agua,
tal vez toda el agua del mundo, a ratos fuerte y furiosa, a veces suave, como
caricia. Si algo me gusta de vivir aquí
son estas semanas de lluvia primaveral interminable. La casa que han alquilado no está
lejos y es pequeña. Les gusta tener encendida la chimenea todo el rato y hacer bizcochos en
el pequeño horno que hay por encima del fuego. También hacen galletas y pastas
de mantequilla. Antes de tocar a la puerta ya huelo ese perfume, pero no es el
olor dulce y avainillado de las pastas de nata y fresa que han horneado hoy
sino otro olor muy distinto, el olor de un hogar cuando fuera sólo hay
intemperie, el que sientes de madrugada y entre sueños cuando te metes en el
abrazo, el que detectas al salir a la calle en una ciudad extraña que nunca
visitaste y descubres que fue tuya desde siempre. Ese olor peculiar, tu ya me
entiendes.
Han hecho café, las pastas están aún tibias. Por encima parecen como barnizadas de puré de fresas. Sonríen. Ríen con suavidad por cualquier
cosa. Dicen que han engordado desde que están aquí. Que apenas han salido de la casa estos largos días de lluvia y frío. Se les pasan las horas protegidas por
el fuego de la chimenea. Leen. Hablan. Duermen. Hacen bizcochos siempre
distintos. Sienten que el presente es suficiente. Les sorprende la vida del
pueblo, la simpatía de los extraños, de los que ahora son sus vecinos. Mi gesto de la otra mañana
con las toallas calientes. No les digo que en nada soy distinta, que yo también
me fui y llegué, que para mí también el presente es más que suficiente. Que sus
galletas huelen a nata y libertad.
Dos años después nos fuimos del pueblo. La vida nos obliga,
sugiere, empuja, arrastra, mece. En los cines de la ciudad ponían la película.
No me fijé en los nombres. El cartel me recordó aquel pequeño río. Era una toma
cenital no muy lejos del agua. El color de la poza era de un suave verde
transparente. Los grandes sauces se reflejan con mucha nitidez y rodean el
encuadre. La luz parece que viene de abajo, de lo profundo El cuerpo de una
mujer joven flotando. Nadando boca arriba. Desnuda. Aunque mira a la cámara
parece que mira más arriba, tal vez a alguna nube. A mi también me gustaba
hacer eso las tardes de verano. No sonríe pero sientes que está bien, en paz
con todo después de mucha lucha. Entonces, si te fijas bien, descubres de
pronto que otra nadadora va a salir a su lado. La primera vez no la vi. Ahora,
mientras estamos en la cola de la sala esperando que nos dejen entrar acabo de
darme cuenta. Entonces leo sus nombres y recuerdo de pronto aquel delicioso olor
a bizcocho y café, a leña, a lluvia, a ellas.
(de: "apuntes para una película pendiente")
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