domingo, 28 de mayo de 2017

CAFÉ Y BIZCOCHO RECIÉN HECHO

Mi marido se ha marchado a trabajar hace una hora. Salgo a comprar al supermercado y las veo allí, acurrucadas, a medias abrazadas, abrigadas con una manta naranja y negra. Hay vaho en los cristales de pequeño Ford. De vuelta de la compra toco el cristal. Digo, pasad a casa a desayunar. Les sonrío. Pero me cuesta volver a salir. Poner mi cara más seria. Imaginar que son mis hijas. Casi les grito ¡que se enfrían las tostadas!. Entran con timidez. Mi hijo pequeño las saluda antes de coger la cartera y salir corriendo al cole. Les dejo unas toallas grandes y nuevas sobre el radiador calienta toallas. Reviso que el baño esté más o menos ordenado. Se duchan, me sonríen, hablamos de cualquier cosa. Desayunan todo lo que les pongo. El café, las tostadas con mermelada, el jamón y los huevos revueltos. Complicidad. Deben tener veinticinco, tal vez menos. Yo acabo de llegar a los cincuenta. Debería decirles, chicas, yo sigo siendo igual, la misma, a veces soy vosotras, me sigue gustando viajar con poca cosa, conducir muchas horas, parar en cualquier sitio. Ahora no sé como he llegado hasta aquí. Porqué tengo una casa, un compañero, dos hijos, un trabajo. No me lo explico. No lo busqué. La casa de mi infancia está a cientos de kilómetros de este pequeño pueblo. Me dan las gracias. Sonríen. Dicen varias veces “de verdad, muchas gracias”. Vuelven al coche. El motor tarda en arrancar. Me dicen adiós con la mano, como si fueran a irse de nuevo muy lejos y no volviera a verlas. Siento que me voy con ellas. Saboreo mi segundo café antes de encender el ordenador. Se acerca una tormenta. La primera de abril. Huele el amor, aún queda su rastro en la cocina, puedo detectarlo por encima del olor del pan tostado. Huelen sus vidas. Es de esos olores que dan hambre, de esos que nos despiertan las ganas y nos borran el cansancio de los días que pasan sin regalarnos nada.

Días después vuelvo a encontrarlas. Vuelven empapadas del supermercado de la carretera. Me dicen que tengo que ir a su casa a comer bizcocho. Lleva lloviendo en el pueblo una semana. Hay previsión de más agua, tal vez toda el agua del mundo, a ratos fuerte y furiosa, a veces suave, como caricia.  Si algo me gusta de vivir aquí son estas semanas de lluvia primaveral interminable. La casa que han alquilado no está lejos y es pequeña. Les gusta tener encendida la chimenea todo el rato y hacer bizcochos en el pequeño horno que hay por encima del fuego. También hacen galletas y pastas de mantequilla. Antes de tocar a la puerta ya huelo ese perfume, pero no es el olor dulce y avainillado de las pastas de nata y fresa que han horneado hoy sino otro olor muy distinto, el olor de un hogar cuando fuera sólo hay intemperie, el que sientes de madrugada y entre sueños cuando te metes en el abrazo, el que detectas al salir a la calle en una ciudad extraña que nunca visitaste y descubres que fue tuya desde siempre. Ese olor peculiar, tu ya me entiendes.

Han hecho café, las pastas están aún tibias. Por encima parecen como barnizadas de puré de fresas. Sonríen. Ríen con suavidad por cualquier cosa. Dicen que han engordado desde que están aquí. Que apenas han salido de la casa estos largos días de lluvia y frío. Se les pasan las horas protegidas por el fuego de la chimenea. Leen. Hablan. Duermen. Hacen bizcochos siempre distintos. Sienten que el presente es suficiente. Les sorprende la vida del pueblo, la simpatía de los extraños, de los que ahora son sus vecinos. Mi gesto de la otra mañana con las toallas calientes. No les digo que en nada soy distinta, que yo también me fui y llegué, que para mí también el presente es más que suficiente. Que sus galletas huelen a nata y libertad.

Dos años después nos fuimos del pueblo. La vida nos obliga, sugiere, empuja, arrastra, mece. En los cines de la ciudad ponían la película. No me fijé en los nombres. El cartel me recordó aquel pequeño río. Era una toma cenital no muy lejos del agua. El color de la poza era de un suave verde transparente. Los grandes sauces se reflejan con mucha nitidez y rodean el encuadre. La luz parece que viene de abajo, de lo profundo El cuerpo de una mujer joven flotando. Nadando boca arriba. Desnuda. Aunque mira a la cámara parece que mira más arriba, tal vez a alguna nube. A mi también me gustaba hacer eso las tardes de verano. No sonríe pero sientes que está bien, en paz con todo después de mucha lucha. Entonces, si te fijas bien, descubres de pronto que otra nadadora va a salir a su lado. La primera vez no la vi. Ahora, mientras estamos en la cola de la sala esperando que nos dejen entrar acabo de darme cuenta. Entonces leo sus nombres y recuerdo de pronto aquel delicioso olor a bizcocho y café, a leña, a lluvia, a ellas.
(de: "apuntes para una película pendiente")


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