sábado, 2 de enero de 2010

RANAS Y LAGARTOS ENTOMATADOS

Roíamos los dos unos trozos fritos de yacaré con farina debajo del chozo que daba al igarapé. Al paisano le asombraban mis rarezas. “tu no pareces español, no sé que pareces.” Decía en un portugués dulcificado de peruano. Le asombraba que fuera el único que supiera pescar con bastante fortuna con una caña de palo y unos sedales y anzuelos que había traído en mi magra mochililla, que me bañase en aquel arroyo color café donde había pirañas, anacondas, yacarés y sobre todo rayas, que me gustase tanto el caimán frito o ni hicera ascos a beber de los charcos verdosos de la floresta cuando había sed. “Esto seguro que esto no lo has comido nunca español, ¿dime a qué sabe?”. La respuesta me salió sin pensar, la memoria del paladar es así. “Me sabe igual que las ranas o los lagartos que comía de pequeño, pero más soso y más seco. Esto no está bien guisado. Seguro que tu abuelo lo hacía mucho más rico que tú”. Era lo que le faltaba, el español comía ranas y lagartos en su tierra. Al paisano ya no le extrañaba la mala fama de los extremeños depredadores mataindios ávidos de oro. Allí en la selva, los lagartos eran bichos malignos y con las ranas hacían venenillos para emponzoñar flechas, aunque él ya no sabía hacer flechas, ni tóxicos, ni guisar monos con ají y estaba orgulloso de su escopeta Rossi roñosa. “joder español que hambre se debía pasar en tu pueblo, mira que comer ranas y lagartos”.

Los vendían en los mercados, (recuerdo el de Plasencia) limpios de vísceras y piel, ensartados por docenas en un junquillo. Mi abuelo los cazaba con un "pinchalagartos" y las ranas con una caña de bambú un sedal y un alfiler hecho anzuelo con un trocito de lana roja. Los profesionales las cazaban de noche con linternas y una tabla larga y llenaban sacos. Lagartos comí menos pero ranas muchas, sobre todo entomatadas, cuando toda la horda primigenia y salvaje de primos recorríamos las charcas de la dehesa con esas cañas o con escopetillas de balines haciendo grandes cacerías de batracios. “joder que asco español, mira que comeros las ranas, ahora entiendo vuestra ansia de riqueza”. Se hacía un sofrito con pimiento cornicabra verde, cebollas tiernas, abundante ajo, unos tomates muy maduros de sabor y olor intenso, un poco de poleo (que crecía en el mismo lugar en donde cazábamos las ranas) y una esquina de bola (guindilla redonda). Antes, se freían las ancas peladas, saladas y enharinadas vuelta y vuelta y luego, sobre las ancas fritas lo justo se volcaba el sofrito. Los lagartos idem.

Ahora con el agujero de ozono, los pesticidas y contaminantes que llegan a los ríos o no sé qué, cada vez hay menos ranas. Además están protegidas, en peligro de extinción (aunque no por los ranófagos) y las que venden en el mercado, congeladas, peladas, cada una en una higiénica bolsita transparente no saben a nada, son de criadero, una mierda.

“Primero vinisteis a robarnos el oro, a asesinar a nuestro pueblo, arrasar nuestra cultura y ahora me dices que te comes las ranas y los lagartos, joder español, me parece que los salvajes erais vosotros” Yo no recordaba haber robado oro, ni matado indios, ni arrasado con una leve gripe ninguna cultura. Además el ex garimpeiro tenía de indígena menos de dos cuartos, me olía que su abuelo era del Alentejo portugués y que si no comía ranas era porque no tenían allí ni charcas. Antes de perros o gatos, el animal de compañía de mi más tierna infancia eran las ranas que guardaba en un gran frasco de cristal y alimentaba con grillos y lombrices. Contemplaba fascinado su paso de renacuajo a bichomutante a rana con rabo a ranita completa. La Teoría de la Evolución del abuelito Darwin en vivo y en directo ante mis ojos alucinados de niño curioso.

Tenía calor y me lancé al río. Yo era un inconsciente o tal vez no había peligro, las anacondas que vi eran pequeñas y sesteaban en playas de ríos más anchos, las pirañas caían inocentes en mi anzuelo y no hacía ni caso a la carne humana de extremeño enjuto, los yacarés medían menos de un metro y desaparecían acojonados en cuando nos veían acercarnos, tenían sus razones. Solo las rayas y las anguilas eléctricas eran bichos de cuidado. Vi algunas heridas terribles por aguijón de raya, por eso me tiraba en los hondo y cuando salía no levantaba del cieno los pies para no pisar ninguna. “también comía anguilas riquísimas que compraba mi madre a los vendedores ambulantes que pregonaban ¡peceeeees, anguilaaaaaas!, en rodajas de dos centímetros rebozadas simplemente de harina y fritas. Nada más rico, ensalivo solo con recordar su sabor” Cambiaría ahora el riquísimo mil hojas de manzana, foie y anguila de Berasategui por dos o tres rodajas de esas anguilas que entonces me parecían anacondas.

El paisano estaba asustado, casi no me creía. Los vendedores ambulantes de peces y anguilas desaparecieron a finales de los años setenta de mi vida, también los vendedores de ranas y lagartos. Llegaba la modernidad al pueblo, la pescadilla chilena congelada, los filetes baratos de ternera hormonada que hizo ricos a los carniceros, las truchas de piscifactoría con sabor a pienso compuesto, las salchichas de puré de carne de algo, el apestoso aceite de girasol prescrito como lo más sano por famosos nutriólogos sobornados por el amigo yanki fabricante de aceite para diesel…

Me parece que los Extremeños no nos hicimos más ricos con América, aunque en las listas, no se si negras o blancas de Conquistadores hay miles de extremeños. Ricos no, pero si más felices, sobre todo a la vuelta, los pocos que volvieron, gracias a los pimientos, los tomates, las patatas, los pavos… No se entiende la cocina extremeña sin los productos de América”.

El amigo seringueiro se queda pensativo. Al día siguiente se presenta en mi choza con unos tomates, unas cebolletas, unos pimientos verdes, una guindillas y una hierbas raras que saben a menta más o menos. No sé donde encontró todo aquello en medio de la selva a dos días de canoa a motor de Boca do Acre. También trajo un yacaré troceado y limpio. Salé y enhariné el bicho antes de freír los pedazos en aceite caliente, hice el sofrito y dejé macerar el caimán a fuego lento en ese pisto.

“para mi que tu aunque seas blanquito y rubio eres medio indio, seguro que algún antepasado tuyo comedor de ranas, lagartos y anguilas con más hambre que pelos estuvo por aquí jodiendo nuestra cultura”. Imposible acabar con tantos siglos de mala fama de conquistadores. “eres un raro, español, además te gusta cocinar, eso por aquí no es cosa de hombres, seguro que eres un poco maricón”. Roímos con delectación esos cuatro kilos de alimaña contemplado el igarapé crecido, los mil verdes del Amazonas bajo la lluvia torrencial de la tarde. Rebañamos el perolo a cuchara espesando la fritada con farina de mandioca mientras yo pensaba que era una lástima que no hubiera caimanes en Extremadura. Las ranas y los lagartos siempre tuvieron poca carne.

2 comentarios:

  1. Esas noches armados con linterna y tabla, que a la que encendías la linterna te comían los mosquitos. Esa parodia de caña (palo con hilo) y como cebo la pellica de un chorizo auténtico matancero. Ese lazo díscolo que no se quedaba. Esa pena de muerte, rápida e instantánea, con el pulgar de apoyo y el dedo corazón como verdugo ...TOING!!!
    El otro día compre ranas, MENUDA MIERDA, eso, si que es matarnos poco a poco.

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  2. Recuerdo aquellas artes y lo ricas que estaban esas ranas salvajes. Las de piscifactoría congeladas son eso que tu dices.

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