(Imagen de Vladimir Fedotko)
Vuelve uno al
arroz como se vuelve a una playa de la infancia que por un milagro han
respetado las hordas turísticas y
el ladrillismo, como se vuelve a los brazos de quién aún te quiere a pesar de
conocer entero el forro de tu alma, como caminamos a veces con ganas de ir muy
lejos, “donde habite el olvido” por lo menos.
Vuelve uno a
los guisos de arroz más sencillos, en los que sólo hay verduras y algún agasajo
muy tasado de marisquito proletario del tipo gambón congelado ecuatoriano y mejillón
gallego. Sofrío cebolla, zanahoria, calabacín y unos corazones de alcachofa,
añado tras el poché el caldo de los caparazones y los mejillones que antes abrí al vapor.
Vuelve uno al
arroz como quién vuelve a ese engolosinamiento fácil que siempre es el sexo
ahora en primavera, cuando somos de nuevo animalitos solares, lunáticos e
instintivos y nos olvidamos de los refajos del invierno y de las formas
civilizadas en la cama.
Sofrío un ajo
machado, poco el arroz bomba, remuevo, añado el guiso de la verdura, un poco más de agua, y
dejo que se haga a fuego medio colocando luego, en el reposo, los gambones
pelados en caótico orden.
Vi en el
mercado unas cabrillas (caracoles) gordos, y me hubiera gustado apandar un
puñado para mi arroz de hoy pero no daba el presupuesto para más. Antes de
servir añado una ligera picada de tomate, limón y un casi nada de ajo.
Ha salido el
plato para cuatro comensales por unos diez euros, más el amor que le pone uno,
claro, cuyo valor es siempre incalculable. Le gusta a uno hacer algo
exquisito con tan poco. Con ese orgullo de tantas amas de casa que hacen su
milagro de los panes y los peces todos los días en medio de esta crisis. Ellas son las que
siempre han levantado el país y no los Rajoys de turno y sus recetas
adelgazantes.
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