(Ilustración de Esao Andrews)
A veces la herida duele mucho tiempo después, cuando ni
siquiera el recuerdo la convoca. Nos sentimos entonces muy vacíos y escuece
hasta el aire de la calle. No es tristeza, es otra cosa, nos sentimos sin piel,
sin arrogancia, sin aquello que hasta entonces nos protegía del sol y la
intemperie. No nos cubría ya nada y no nos dimos cuenta o no nos importó
mostrar que nos gustaba ser amados por quien amábamos entonces, o jugar desnudos
y mojados a enredar con la tormenta y con la noche.
Aquel frescor ya ni es
memoria.
Pero la cura de ese dolor es muy fácil.
Dejar tras la ventana, al sol suave de esta primavera prematura, una pequeña
torta del Casar o de la Serena, freír unos espárragos trigueros, unas setas de
cardo, unos tacos de berenjena enharinada. Abrir la torta, remover la crema
bien e ir comiendo el queso untando la verdura como si fuera una fondue fría. Y
entre espárrago, berenjena y seta, mojar un currusco de pan tostado y hacer un
bochinche de vinito frío, un Montilla por ejemplo.
Según vamos llegando al fondo de la
torta sentimos como ya no nos duele nada.
Mejor que el Prozac, fijo.
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