sábado, 7 de octubre de 2017

POLLO EN MANTEQUILLA DE CANGREJOS


Foto de Leonardo de la Fuente
Hace mucho tiempo, buceaba fascinado en recién descubiertos para mí recetarios franceses o afrancesados del XIX, (que tan bien los ha descrito Francisco de Sert en su libro “El Goloso”). 

Descubría una cocina derrochona, excesiva, fascinante, original, propia de los inventores de verdad de la gula y todos los pecados asociados. De esas cocinas saqué o adapté un rico pollo en mantequilla de cangrejos que cuando lo hago me vuelve loco.
El amor es una mezcla misteriosa de afectos, deseos y fantasía. De pronto sentimos que se ha posado en nuestra piel toda la luz del mundo embelleciendo cuanto tocamos y al día siguiente, o a las nueve semanas y media, o al año o a los veinte descubrimos que el viento se ha vuelto frío y el sol nos quema. El amor se ha esfumado, nos encogemos de hombros y seguimos caminando ¿qué vamos a hacer?, para dramas ya tenemos los novelones del XIX y los culebrones televisivos de este.

Aquellos eran guisos complicados, muy elaborados llenos de mantequilla, carnes de caza, foie, trufas, ostras, faisanes... elaborados por guisopones, cocinófilos, cocineros, gourmets, marmitones, chefs amantes del exceso y la glotonería más auténtica gracias a las rentas de aristócratas, burgueses y prohombres con muchos posibles y apetitos. Leer esos recetarios embriaga y marea, divierte y llena el estómago sólo con imaginar las digestiones de boa de los comensales.

También hay amores pesados con mucha mantequilla, cocimiento y foie y amores frescos como una ensalada de rúcola aliñada con limón y cuatro percebes. Tanto unos como otros son apetecibles y divertidos si tenemos el paladar dispuesto.

Pelaba en crudo (tras quitar la tripilla negra que tienen y que amarga) tres docenas de cangrejos de río y una docena de cigalas. Trituraba las cáscaras con la batidora de vaso, ponía en una sartén el emplasto sobre doscientos gramos de buena mantequilla sin sal. Sofreía ese puré de cáscaras y una vez enrojecido añadía media copa de jerez y media de vino blanco, daba un hervor de diez minutos y colaba el resultado, dejaba enfriar y retiraba esa mantequilla solidificada anaranjada de encima del caldillo.
A parte salteaban un pollo troceado, salpimentado y sin piel y cuando estaba dorado retiraba la carne y añadía al aceite un poco de cebolla, ajo, zanahoria y pimiento rojo picado en juliana, tras pochar la verdura añadía de nuevo el pollo, el caldo filtrado de las cáscaras (la mantequilla a parte) y medio litro de caldo de pollo. Dejaba cocer a fuego lento hasta que se consumía prácticamente el caldo. Entonces añadía la mantequilla y dejaba cocer de nuevo diez minutos. Por fin añadía las colas crudas de los cangrejos y las cigalas, removía y tapaba a fuego lento cinco minutos más y al retirarlo del fuego y volver a remover el guisote para que se empapase bien de la rica grasa cangrejera salpicaba el plato con ralladura de un minúsculo trozo de trufa.

Ahora por fin vuelve a haber buenos pollos de corral pero los buenos cangrejos se han extinguido. El “señal” vale para el guiso y las cigalas le dan ese punto de sabor intenso que el cangrejo americano no tiene. Lo más caro del plato es la trufa, pero un día es un día y sin trufa también es comestible. El siglo XIX tiene estas cosas, ¡viva la burguesía y su discreto encanto!

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