Foto de: http://cocinandosoyfeliz.blogspot.com.es |
Acelera la Lambretta. Coge las curvas desafiando ese asfalto tan
escaso, tan lleno de baches y gravilla. Su cabello tan moreno al viento, los
ojos brillando tras las gafas, la chaqueta de lana cerrada sobre el jersey y bien
colocadas, bajo la camisa más gruesa que tiene, las hojas del periódico de
ayer. Siente el aguijón del frío de noviembre pero no le importa, vuela, tararea una canción, sonríe. El amor
tiene esa valentía o ese misterioso derroche. En verano ha ido a Roma y a Pisa en la moto. Las endemoniadas
carreteras españolas hasta llegar a la frontera, después Francia, luego Italia, le han dado mucha experiencia para poder ir rápido y sin miedo por esa
carreterucha que hasta hace pocos años era apenas un camino de herradura. La
tarde, la noche ya, es muy oscura en España. Tendrán que pasar muchos años para
cambie la vida, la luz, el presente. Entonces en los pueblos apenas hay unas pocas bombillas mortecinas, que muchas veces se apagan. Otros jóvenes se preparan en
París para hacer una revolución, el progreso va inundando toda Europa, pero él y ella no saben nada de eso, sólo saben que
tienen que llegar a las siete a las afueras del pequeño pueblo. Allí quedan
para verse todos los días. Él siempre llega a tiempo a ese lugar inhóspito, casi
a oscuras, junto a un pequeño crucero de piedra.
También la veo a ella, tan delgada, tan morena, con una sonrisa
siempre tímida, acelerando el paso por las calles de tierra y cantos rodados.
Guapa y segura de que él llegará siempre. Ágil y llena de vida, vestida con un
jersey de lana blanco de cuello alto, un tres cuartos de moutón y una falda más
corta de lo que recomienda la voz inquisitorial del rancio cura. Este es su primer
destino de maestra y en la casa en la que se queda de pensión durante toda la semana, hasta hace pocos meses, no había aseo sino una cuadra llena de paja. Hasta hace nada no
había una cocina moderna sino un fuego de chimenea al que arrimar una cazuela
en la que se hacen despacio unas sopas de patata y tomate. Eso te contará ella
muchos años después, y a ti te parecerán esas historias casi un cuento, formas
de vida propias de un exótico y remoto país desconocido, como si ella hubiera venido de
muy lejos, de una lejana y dura tierra que en nada se parece a la que pisas.
Todo va con retraso en España y aún más retraso si piensas que
apenas han comenzado los sesenta y todo esto sucede en un pequeño pueblo de Extremadura. Pero no quieres ver ese momento con la distancia
arrogante del presente sino con los ojos de esa noche en la que él acelera un
poco más la moto en la única recta que tiene su camino. El foco apenas ilumina
unos metros de asfalto pero se sabe la carretera de memoria, casi podría
conducir con los ojos cerrados. Ya llega él, ya llega ella, casi a la vez al
lugar del encuentro, porque el amor tiene eso, esas pequeñas armonías, ese delicado azar
que le permite a él llegar siempre a salvo, temblando de frío, pero nunca le importa porque ella le calienta las manos con su manos, con su voz, con la vida por
venir que en ese momento comienzan a nombrar.
A veces vuelvo a esa carretera y a ese pueblo que en nada se
parece al de aquel tiempo. A veces acelero con mi moto y siento frío,
el mismo frío que sentía él abrigado con las hojas de un diario atrasado. A veces guiso
esa misma sopa de patatas y tomate, con cominos y pimentón, algo de pan
asentado, ajo frito, un poco de aceite, y un pimiento verde en vinagre para
acompañar, que ella cocinaba al rescoldo de un fuego primitivo. Porque de
ellos vengo yo, de dos jóvenes enamorados que se citaban a la salida de un
pequeño pueblo hace más de cincuenta años.
El tiempo siempre es mucho más rápido que aquella Lambretta, más rápido que el viento helado de Octubre, más rápido que la vida que somos, la que nos hizo posible o la que luego damos. Sin embargo para mi siguen estando ahí, tan jóvenes, tan enamorados, tan delgados, tan guapos, tan ajenos a ese tiempo destructivo que entonces parecía no tocarles. Para eso también tengo las palabras.
El tiempo siempre es mucho más rápido que aquella Lambretta, más rápido que el viento helado de Octubre, más rápido que la vida que somos, la que nos hizo posible o la que luego damos. Sin embargo para mi siguen estando ahí, tan jóvenes, tan enamorados, tan delgados, tan guapos, tan ajenos a ese tiempo destructivo que entonces parecía no tocarles. Para eso también tengo las palabras.
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